domingo, 23 de marzo de 2014

LA MULA DE MIS AMORES

"No pensé que este día me tenia reservado el regalo de tu presencia", le digo. "No me emociones tanto, que en este momento soy capaz de pedir el divorcio", responde sonriendo. A unos metros, una camioneta la espera con su familia a bordo (para hacer un breve recorrido de lo que en otro tiempo demandaba horas recorrer, a pie o a caballo). Casi cuarenta años después, la tarde del 4.9.2016, en el mismo lugar en donde la conocí, perplejo, con no menos pesar que gratitud, escucho su voz y miro su mirada. 

Reales o virtuales, a mí  jamás me hablaron de mulas. No hizo falta: nací y crecí viendo, y cabalgando, una mula. Una mula inolvidable por su fortaleza y su indulgente mansedumbre. Una mula irrepetible y única, igual que la misma vida.
Memorable, mucho más todavía, desde aquel día en que, mientras el padre de mi madre ingresó a la cocina a desayunar, al ver la mula atada al bramadero del patio (pues mi abuelo se aprestaba a viajar) caí en la tentación de sentarme en su montura para salir, cabalgando, al camino.
"!Augusto, mira a ese muchacho! !Se va a caer!". Me parece oír todavía a mi abuelita (que hasta los 103 años  y 8 meses nos acompaño), al ver lo que veía: a su nieto de cuatro años sobre el lomo de la recia mula. Por su parte, mi abuelo fue breve y muy puntual: "!Dejalo!!Dejalo!". Enseguida, presto pero sereno, vino a mi encuentro sonriendo. 
Tan noble y afable era nuestra mula que hasta para cruzar el río se detenía y nos permitía, a mi hermano y a mí, tirarnos de barriga sobre su cálido y compacto lomo, hasta que un día -para variar- al llegar a la orilla, mi hermano resbaló y cayó a las frías aguas del río chico, (mientras yo me reía al verlo patalear hasta salir empapado).
"Las mulas viven más que los caballos y los burros", nos instruía mi madre. Era evidente, pues cuando el abuelo murió lo más querido que nos dejó fue la mula que lo sobrevivió. Y por eso mismo, hasta cuando a los catorce años conocí y me enamoré de Carmen (una rozagante y esbelta gordita, siete años mayor que yo), fue mi mula fiel la que me llevó hasta el pueblo para sofocar el fuego atroz y maravilloso que devoraba mi existencia.
Veinte años después, en 1997, casada y con hijos, el recuerdo de aquellos días entre nubes y lluvia, aun conmovían a Carmen: "Igual que en un cofrecito -perplejo la escuché decir-, el recuerdo de esos días, siempre estarán guardados en mi corazón".
Para mi, además, su recuerdo es indisoluble de mi primera y única mula. Por eso, cuando partí a su encuentro, un día de fines de marzo de 1977, conforme me aproximaba a Ambar, al mismo tiempo que me extenuaba una extrema emoción por volver a ver a Carmen, mi urgencia  por asegurar el retorno de mi cabalgadura a Lascamayo no era menor. De manera que, justo a la entrada del pueblo, cuando me crucé con el viejo Shela, arriando a paso ligero sus burros, mi corazón dió un vuelco de alegría. 
Era mediodía, apenas saludarlo lo detuve exultante y le pedí llevarse la mula de regreso. Enseguida, raudo, descabalgué y de inmediato los vi partir. En un instante. Entonces, al verlos alejarse, inmóvil, detenido en medio del camino, consternado, lloré. Pues, mas que a un viejo sobre una mula, vislumbré con melancólica certeza, que era la vida misma la que en ese instante se iba.  
 

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