La primera vez que escuché la música de Cajatambo no fue, lo recuerdo bien, en las fiestas patronales o durante los carnavales, sino un día cualquiera en un bar de mala muerte del centro de Lima. Una guitarra alquilada al paso y la voz de una muchacha hicieron el milagro. De igual forma, tampoco he olvidado el día en que di mis primeros pasos en una reunión espontánea en Balconcillo. Y es que, aunque nacido en Cajatambo, al haber pasado el resto de mi vida en Huacho, mi nulidad para el huayno, y el baile en general, era absoluta. Sin embargo, desde aquella noche en que baile con mis primas Nina y María en casa del tío Jesús, no existe para mí placer más placentero ni júbilo más intenso. Mucho menos desde cuando descubrí que bailar, como lo sospechaba, era, ni más ni menos, “una forma de hacer el amor con música”.
Desde entonces, no pocas veces me he preguntado de donde surgió en mí aquella fascinación por algo que no vi ni viví. La verdad que no tengo una respuesta, salvo una certeza -que suscribo sin dudas ni murmuraciones- expuesta por Julino Arredondo: “La huaylashada es la mejor fiesta de Cajatambo; pues, la fiesta patronal, aunque se llene de gente, no es diferente a una moya que se abre para que el ganado entre”.

Conocí a Yván cuando ambos éramos estudiantes en San Marcos. Aunque, en realidad, se trató más bien de un reencuentro aquel encuentro. Lo supe desde el día en que me preguntó si había sido alumno en la desparecida escuelita de Gayán que -luego lo sabría- fue erigida sobre un antiguo cementerio. De manera que nunca olvide dos cosas: los huesos que extraimos en los recreos y los furibundos latigazos de nuestro gordo profesor Matibotón. Solo eso. Yván en cambio, pese a la brevedad de mi paso, recordaba mi presencia. A partir de esa fraternal evocación, nuestra amistad se acrecentó, y mucho más, por el respeto común hacia nuestros respectivos destinos creativos. Razón por lo cual, toda vez que coincidimos, jamás omití alentarlo seguir el destino que estaba en su alma y en sus manos, antes que en las aulas de San Marcos. Por cierto, la respuesta no se hizo esperar, y surgió con un nombre que forma parte ya de la historia cultural de Cajatambo: “Horizonte Andino”.
Pues más que la aparición de un nuevo grupo, la irrupción de “Horizonte andino” marcó el inicio de una etapa renovadora y dinámica de institucionalización y rigor creativo del huayno cajatambino. Institucionalización que se manifiesta en el legado y vigencia de “Horizonte andino”, y a la vez, por la insurgencia de otros grupos sucedáneos. Rigor creativo que se evidencia en la aparición, y difusión, de nuevas composiciones que desbordan los límites, y posibilidades, del bagaje precedente. Así surge, entre otras, “Amor mío”, acaso la canción más lograda del folclor cajatambino.

Todos, o casi todos, nos enamoramos. Todos, o casi todos, nos casamos. Sin embargo, pocos, muy pocos, alcanzan la verdadera experiencia de querer siendo queridos. Iván lo sabe y lo celebra. Por eso el recuento de su trayectoria, plasmado en la compilación audiovisual que ha titulado con puntual franqueza: “Amor eterno”, está dedicado a Dunia. A Dunia, su musa y esposa.
Compuesta por imágenes extraídas del álbum familiar y filmaciones de la celebración de los carnavales en las calles de Cajatambo; “Amor eterno” es mucho más que un video clip de huaynos. Se trata, al mismo tiempo que de una antología musical, de un documental en donde, entre otras imágenes, se aprecia la belleza majestuosa de la cordillera Huayhuash, interpolada con secuencias memorables del baile cajatambino. Pero ninguna más memorable que el eximio zapateo de Alberto Calero bailando hasta la eternidad. Zapateo elegante y vibrante, y gracias a Iván Salazar y su grupo, siempre presente.