
Hija de, no una, sino dos familias de genuina estirpe musical (los Gutiérrez y los Cordero) Carmen, fue una niña prodigio del canto en su ciudad natal: Jauja. Aunque nunca se apartó del canto, en cambio si lo hizo de los escenarios, al casarse y asumir luego la responsabilidad de ser madre de Silvana y Sebastián; pues, por decisión voluntaria, la madre y esposa se impuso a la cantante. No obstante, aunque soterrado y ausente, el canto nunca dejo de estar presente en su vida.
De manera que la Carmen que vimos y oímos aquel sábado era una Carmen que más que aparecer, reaparece. Sin embargo, aquella Carmen que vimos y oímos era, hasta para sus más íntimos, una Carmen que desconocíamos. Y es que, ante todo, aquella Carmen demostró que el canto más que voz es alma. Que el silencio dice y la espera acerca. Que asimismo, el repertorio es a la voz lo que el recuerdo a la memoria. En fin, que el tiempo, no solo pasa, sino cuenta y canta.
Una tregua fecunda y profunda, que, en el caso de Carmen, revela una serena y segura asunción del canto más que como espectáculo como una celebración y homenaje a la vida. Por eso, ver y oír a aquella Carmen cotidiana, risueña y jovial imponiendo el temple fastuoso de su voz y de sus ganas de cantar, nos hizo sentir -a quienes la conocemos y queremos - orgullosos y privilegiados. Pues, por derecho propio, los atributos de Carmen no son solo ya de su pueblo, de sus amigos o familiares, sino de todos aquellos que, sensibles a sus designios melódicos, a partir de ahora elegirán su voz para conjurar la soledad o el silencio.
Cierto día, frente a un escaparate con libros, coincidimos con Walter Salazar en el campus de San Marcos. Atendiendo mi sugerencia, Walter decidió llevarse la obra más celebrada de García Márquez. Así nació nuestra amistad: con “Cien años de soledad”. Pues, más que el interés por el derecho -facultad de la que éramos ingresantes- nuestra amistad se cimentó en una definida, y reciproca, fascinación por la cultura. Por eso, por que ser abogados no era lo difícil sino atreverse a no serlo, optamos por ser lectores; lectores que escriben y trabajan. Acaso, incluso, hasta el fin de sus días. En ese devenir, un día -por cierto, sin mi mediación- Walter eligió a Carmen, o más bien: al revés. Se casaron en Jauja, pero decidieron vivir en Lima. Un día Walter me invitó a visitarlo para presentarme a su conquistadora. Luego de almorzar en una azotea de Los Olivos, me retiré consternado y convencido de que el matrimonio, contra lo que se cree y teme, puede ser una dimensión superior de la existencia. Esa fue la certera impresión que tuve al ver a Carmen y a Walter juntos. Nunca lo olvidé ni lo olvidaré.
Dulce y tenaz, piadosa y enérgica, elegante y sencilla, Carmen es una mujer que, en el canto como en la vida, ha sabido distinguirse y erguirse ante las dificultades y adversidades que han amenazado su categórica pasión por la música y por la vida. Por eso, en su casa de acogedoras tinieblas podían, en ocasiones, reinar las sombras pero jamás estar ausentes la música y la poesía. Así nacieron y así se criaron Scarlett y Sebastián: rodeados de libros y diálogos que remitían al reposo de sus páginas.

Aunque se podría decir muchas cosas más, solo cabe ponderar que Carmen, a decir verdad, aquella noche no hizo otra cosa que elegir las canciones que han amenizado su existencia para compartirla y tributarla a sus amigos y seres más queridos. Pues lo demás, que mas da, el tiempo lo dirá.