“Escoja usted,
¿cuál desea?”. Miro las rosas. Todas, entalladas por una blanca mallita, se
parecen. Señalo una. Será mi rosa.
Igual que la
rosa, también ella, entallada por un apretado jean azul oscuro, me espera en
la misma oficina donde un día nos besamos por primera vez. Han pasado ocho
meses de aquel día y la mejor forma de decirle que tengo presente aquel día
14 será entregarle la rosa.
Sentados junto
a la ventana del segundo piso de un chifa vacio y sin mediar palabras, entre platos rebosantes con arroz
chaufa, le entrego la rosa. Sorprendida sonríe y se sonroja. Por mi parte, me
pongo de pié y la beso.
Han pasado
ocho meses de aquel primer beso y la mejor forma de decirle que tengo
presente aquel día 14 es la rosa que su mano enflorece.
Al final del
día, exhausta y categórica, entre el silencio y la oscuridad, la rosa reposa en
la oficina y ella en mis brazos. Solo el susurro feliz de su voz ilumina la
noche: “Me has dejado agotada”, dice. Al escucharla, ocho meses después, me
parece que más que ella misma es la vida que me habla.
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