Desde que leí "El General en su laberinto"-de tanto que se lo menciona-
sentí interés por reposar alguna vez (al igual que el Libertador) sobre
una hamaca.
Pero a decir verdad, con el paso del tiempo, olvidé
aquel novelesco propósito, hasta que cierto día, al
despedirnos, mi hermano me dice: "Llévate esta vaina, te va servir".
Cuando llegué a Huacho, de prisa y acucioso por abrir el paquete, al
develar su misterio de inmediato recordé el libro del Gabo sobre Simón
Bolivar.
¡Una hamaca! Una hamaca celeste a rayas (de fabricación
brasilera) era lo que mi hermano Alfredo, en mi caso, y antes de salir de su casa -con no menos
realismo mágico que el celebérrimo escritor colombiano- había procurado a
mis trastos viajeros.
Confrontado el dilema (entre Ambar, Cajatambo y Huacho)
decidí que entre los eucaliptos en Lascamayo (Ambar) cumpliría la hamaca
de manera más apropiada su función cultural.
Llegado el momento
(exactamente el 5.11.2017) con harto entusiasmo como con no poca
torpeza, ubiqué los tallos y amarré ambos extremos. Y sin más confié
mis 87 kilos a la miserable telita celeste. Para mi gran sorpresa no
solo resistió sino que hasta comenzó a mecerme (igual que a un niño en
su cuna), mientras miraba maravillado (sin estar parado) los cerros
Rucupadre y Piriuya, que contemplé desde mi infancia.
Feliz como una
perdiz (a mis 54) para qué negarlo, me puse a leer y hasta a dormitar,
arrullado por el rumor aromoso de los eucaliptos.
La historia
hubiese sido fenomenal de no haberse tornado, súbita y abruptamente,
brutal. Pues, en una fracción de segundos, en un instante, volví a la
realidad.
Literalmente me fui a la mierda. Caí de golpe, con todo mi peso, sobre la boñiga y las hojas secas (que amortiguaron mi caída).
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