sábado, 4 de mayo de 2013

UNA FLOR PARA TU AUSENCIA


Llegó cuando caía la tarde.
Y aún don Marquitos, tan discreto como era, se extraño de verla llegar sola.
Al otro día, temprano cruzó los albergues que quedaban todavía de la época del terremoto y estuvo divisando hasta que detrás de los cerros empezó a llamear el sol de la mañana.
Durante el resto del día alistó su carga para el viaje y término de escoger las rumas de papa de la última cosecha.
También las mujeres que vinieron a ayudarla preguntaron por su nuera. Iba a decirles: “Ya estará viniendo”, pero solo les dijo que no  quiso venir por ir al rodeo de su hermano.
Las mujeres se miraron en silencio hasta que una de ellas se animó a decir: “Pobrecita, extrañara volver”.

Después de apartar los becerros, silbando una de esas canciones serranas que hablan de penas de amor, llegó hasta el zaguán.
De pronto, entre el breve claroscuro que precede a la noche oyó una voz: “ No solo por una mujer, sino también por el pueblo se lucha”.
No supo que hacer ni que decir. Era como si las piedras hubieran hablado.
-No te asustes- le dijeron –Queremos quedarnos en tu casa y que nos cuentes algo de por aquí.
Hacía quince días que estaba de vuelta. Ahora que había terminado el colegio ya no habrían más vacaciones.
“No tomes y ten cuidado de las cosas y de los animales”, le había dicho mi madre al despedirse.

El había nacido allí, en esa quebrada. Yo lo recuerdo, entre esos cerros, en la casa grande de piedra y paja.
Una tarde cuando aún tenía tres meses, un raro presentimiento contuvo a mi madre para no dejarlo; miro la casa mustia donde mi hermano dormía y le dio pena dejarlo solo. Recordó que hacía días que no lo bañaba.
Dobló la manta y regresó.
Mientras lo bañaba en el patio, al pié del viejo arrayán, aparecieron Gushma y Luz. Decían que iban para la sesión.
”Pero no ha pasado nadie”, les previno mi madre. Entonces enseguida Gushma pasó de largo  para despejar la duda mientras Luz y mi madre se quedaron conversando.
A los veinte minutos estuvo de vuelta diciendo que la sesión se había suspendido. En esos precisos instantes, mientras mi madre terminaba de vestir a mi hermano, un sonido aterrador y profundo llegó rugiendo. “Parecía avión”, recordaría mi madre, años más tarde.
- No, no es. ¡Ay, Jesús!- gritó Luz.
Y la tierra empezó a temblar con furia. Grandes bloques de piedras se desprendían de la cima de los cerros y las murallas volvían al suelo en segundos.
Animales, personas, murieron o fueron heridos.
Ante los ojos perplejos de mi madre el rincón donde dormía mi hermano quedó convertido en escombros.

-¿Qué edad tienes?- le preguntaron.
-Dieciséis.
Pero más que sus apariencias tan igual que las armas que portaban eran sus preguntas lo que más le llamó la atención.
Ellos se daban cuenta.
-Mañana te vamos a enseñar a manejar-le dijeron para ganarse su confianza.
Al otro día ya sabia disparar la metralleta y la carabina, pero aún con todo algo había que no terminaba por convencerlo.
Preguntaban con insistencia por El Loco Serapio. Él les había respondido.
Pero no todo.
  
-Don Marquitos, ¿no serán esas gentes?- preguntó angustiada doña Josefina.
-Como será señora –decía el viejo Marcos, mientras depositaba el balde con cuidado sobre las piedras, para no derramar el agua.
Ambos se quedaron mirando.
Al frente, a unos cien metros, se los veía pasar en grupo.           
Encima del camino, al borde de las chacras, avanzaban tres más.
A esa distancia no había duda eran ellos.
-¡Ay Dios!-clamó dona Josefina y como respondiendo a sus temores una voz surgió a sus espaldas. “¿Es usted la suegra de Narcisa Gonzáles?”.
Apenas atinó a responder mientras se fijaba en el muchacho que terciaba su arma sobre el hombro y ordenaba.
-Rápido, vaya ahora mismo a la plaza.
Marcos llevó el balde a la cocina y doña Josefina se quitó el mandil.
Quiso llorar pero se contuvo.
Más tranquilo, Marcos había mirado bien; vió que llevaban  dos detenidos.
-Llevan a doña Nashe-dijo sin dudar.
-Vamos don Marcos.
Afuera, junto a la puerta, el muchacho esperaba. Avanzó detrás de ellos.
  
Aquella tarde, contra lo que pensaba su suegra, se separó de improviso  diciendo que se iba para la tinya de su hermano Ginés.
Doña Josefina no quiso ir y tampoco pudo convencerla para que no fuera.

Partió sola en la vasta soledad de un día que parecía igual a los de toda su vida.
Cuando mi madre llegó al rodeo de Kilhuay la encontró mareada. Al verla lloró.
Aunque ella no lo advirtiera era evidente que el Cuto  y Juan no le apartaban la vista. Que estaban allí para vigilarla.
Entonces mi madre la llevó a la casa; tendió pellejos y frazadas y alistó una cama para las dos mientras caía la noche igual que siempre.
Igual que hace siglos.
Pero no era igual a pesar de los cantos y pagos y redoble de los tambores.

El Cuto ya estaba allí pretextando cumplir una orden para que  le entregaran seis botellas de ron.
Mi madre lo encaró: “Cholo atrevido, quien mierda te crees tú. Crees que te voy a tener miedo”.
Al escucharla sintió que con la mano su amiga le hacia señas.
Cuando el Cuto se largo le susurro preocupada: “Cállate”.
-No hermanita. La muerte es una.

“Serían como las diez” por siempre recordaría mi madre.
Ella la volvió a tantear. “¿Quién eres? ¿Shatu?”
-Sí hermanita, soy yo. Como te vi mareada entre esos cholos desalmados te traje a mi lado para que descanses.
-Gracias. Felizmente ya me pasó- le empezó a decir, mientras mi madre pensaba en como fugar, pues era seguro que las vigilaban.
Además también la oyó decir que extrañaba en todo momento regresar, volver a involucrarse entre las cosas sin las cuales parecía faltar a su deber en este mundo.
Hasta que de pronto terminó por decir.
-Que rico olor a pachamanca ¿no? ¿Sientes?.
Mi madre quedó pasmada. No, no olía nada.
Solo sintieron el golpe que rompía la frágil puerta de lata y el hiriente y preciso chorro de luz lastimando sus ojos. Su nombre pronunciado con desprecio por voces extrañas.
“Pobrecita al oir que la llamaban su cuerpecito comenzó a temblar”.

Cuando se la llevaron no parecía existir nadie. Pues nadie hizo ni dijo nada.
Solo una mujer sola alzó su voz solitaria en la más desoladora soledad de sus noches en este mundo.
La vió -y la siguió viendo hasta el final de sus días- atravesar el umbral de la minúscula puerta. (Pues para ella las frazadas  guardan aun el calor de su cuerpo ausente.).
Solo al poco rato brotó un llanto quedo en la oscuridad.
Mientras afuera - habían ordenado no salir – la noche refulgía con el brillo amenazador de un cuchillo.

  

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