Cuando
el 27.7.2014 en compañía Lizbet Varillas Susanibar, fundadora de Perú Qoya,
viajamos para asistir a la celebración de las fiestas patronales en tributo de
María Magdalena, ambos sabíamos que nuestra fiesta verdadera sería, en
definitiva, volver a las montañas. Por eso,
apenas al desembarcar en la carretera, nada pudo ser más grato saludar primero
que a nadie a Saturnino Robles Atachagua, el único cajatambino presente de los
cuatro andinistas que en 1958 ascendieron al pico del Huacshash, el apu nevado
tutelar de Cajatambo. Con todo, aquel mismo día, después de bailar al ritmo de
la banda de Huasta, comer locro y beber en casa de la familia Quinteros García,
nada pudo ser mas grato que arrebujarse entre abrigadoras frazadas salidas de
extintos telares.
Al
día siguiente, 28, en el cumpleaños de la patria, en una esquina de la plaza de
Astobamba, en la nueva tienda –que reemplaza a la que la grieta destruyó- Irene
escucha a Efraín Romero y Moner Vega (que blanden sendas guitarras y entonan
viejas y hermosas canciones). Por si fuera poco, bajo un cielo azul tamizado de
nubes, el sol reverbera con reluciente ternura. Al verlos y escucharlos, tengo
la certeza que aquella es, más allá de los protocolos y los programas, la
autentica gratitud de volver. La fiesta verdadera. La sorpresa perfecta. El
recuerdo insobornable.
A
mediodía, ver desfilar a Diana Ayrahuacho -la muchacha más bella que reside en
Cajatambo- fue otro privilegio. No menos, al visitar la feria agropecuaria, ser
acogidos por el alcalde encargado y los regidores con el sabor de un suculento
chicharrón con mote. Y finalmente, ver –por primera vez en Cajatambo- el banner
de Perú Qoya y a su fundadora ofertando suvenires y tours en el frontis de
centro cívico de Cajatambo.
La
tarde del 28, al ritmo de las bandas de viento y las orquestas la fiesta
discurría con el jolgorio habitual. Nada hacia presagiar que a pocos kilómetros
para llegar a la ciudad y después de 48 años de uso permanente, la carretera de
Pativilca-Cajatambo sería escenario de una tragedia. A las cinco de la tarde,
un viejo ómnibus atestado de pasajeros y de carga rodó. Diecinueve muertos
(cinco de los cuales eran mis familiares) y catorce heridos hicieron entonces de
Cajatambo motivo de atención nacional.
Envueltos
en frazadas, tendidos en el hall del local municipal, el día 29 amanecieron los
finados expuestos ante la consternación general de un pueblo reunido para la
alegría y a la vez resignado de golpe a contemplar
el rostro más sombrío de la existencia. Cinco ataúdes conducidos a Astobamba,
otros cinco a Cajamarquilla y además siete velándose en la parroquia del templo
de Cajatambo, marcaron un día de duelo riguroso.
Alberto
Balboa, al ingresar al local comunal de
Astobamba ante los cinco ataúdes que contienen los restos de sus familiares,
antes de desvanecerse, sintetizó el pesar y el asombro de todo un pueblo: “¡En
qué me veo!” Contra lo previsible, luego de recuperarse, decidió partir con sus
muertos con destino a Lima.
Pasado
el mediodía del día 30 un cortejo de cinco ataúdes se enfila rumbo al
cementerio general de Cajatambo mientras Jesús Huamán, Capitán de la Tarde de
aquel día, se dispone a enrumbar hacia
el toril situado a otro extremo de la ciudad. Nada revela el marco luctuoso de
esta celebración como aquella circunstancia: un grupo de personas (casi en su
totalidad residentes en el pueblo) siguiendo el cortejo hasta ver sepultados en
fosas comunes a las víctimas y otro grupo (en su mayoría provenientes de Lima y
Huacho) congregado en un toril erigido por un par de días esperando ver al
Capitán oferente y su corte de damas hasta el final de la tarde.
Sin
buscarlo y tampoco poderlo eludir, me tocó conducir la celebración del día 30. “Vas
a hablar, ah”, me pidió Jesús. Para hacerlo debí atravesar el pueblo de un extremo a otro: del cementerio hasta la
plaza de toros. Con el micro en la mano, teniendo ante mí la mayor concentración
de concurrentes que en cualquier otro momento, nada me pareció más propicio
para agradecer a los héroes anónimos que habían participado en el rescate y en la
atención de los heridos. Y por eso mismo, ningún momento pudo ser más emotivo -para los concurrentes y para la posteridad- que
el minuto de silencio con que se honró a
los caídos.
Lo
terrible y lo bello, cuando uno menos lo espera, nos sorprende siempre. En
contraste, no por juventud ni por belleza sino por la gracia de sus gestos y la
agudeza de sus expresiones, aquella noche me tocó comparecer ante la más linda
de las concurrentes a la celebración en tributo de la más cautivante de las
santas del Perú. “Tu sonrisa es lo mejor de esta fiesta”, le dije. Tanto que basta
ver en el Facebook a Jesús Reyes Rivera para corroborarlo.
El
día 31, conforme a lo programado y previsto durante un año, “Ñomi” García
Quinteros, ofreció una recepción vistosa y elegante y de igual modo una corrida
de toros harto contundente (menguada tan solo por la desidia de los
toreros que se aprovechan de la indulgencia del público). A diferencia del día anterior,
en este caso me tocó apenas presentar los resultados del concurso de caballos
de paso y decir algunas breves impresiones en el desarrollo de la faena.
Durante
la noche, ante el desfile de músicos instalados en el atrio del templo mayor,
pasé las horas más jubilosas bailando con mis primas Leti Quinteros, Gaby
Ballardo, Jesús Reyes, en compañía de amigos como Leonardo Olave y de mi
hermano Rolo Jr.
El
1.8.2014 llegué a casa a las cuatro de la mañana, luego de que junto con mi
hermano fuéramos a acompañar a las primas a sus casas. Aquel baile en rueda y
fuera del tumulto fue sin duda el más espontaneo, jubiloso y vistoso de la
fiesta. Y nosotros, sus discretos y felices protagonistas.
Vestida
como para enrumbar a las montañas la fundadora de Perú Qoya aun dormía cuando
irrumpí en la venerable casa en Astobamba que la acogía. Pero pronto,
preocupada por el éxito de la excursión, Lichi abandonó temprano el calor de
las frazadas para hervir el mate con coca que habríamos de llevar (y que
expertos montañistas nos recomendaron). A medía mañana partimos en la camioneta
de Lucho Vizarres. Después de un recorrido de casi un par de horas llegamos al
final de la trocha y después de una hora y medía de caminata (en la que nos
cruzamos con un grupo de jóvenes judíos) alcanzamos nuestro destino final: la
laguna de Viconga. Durante una hora nos solazamos contemplando la laguna y el
nevado de Pucacalle y el Puscanturpa. También chacchamos y bebimos el abrigador
brebaje que la fundadora de Perú Qoya preparó al amanecer.
Ulises
Requejo (portando los equipos de filmación de URA Producciones) y José Victorio
Roque (capturando imágenes para United Press Cajatambo), junto con los esposos
Barrenechea, hicieron realidad esta incursión pionera de Perú Qoya entre las
montañas de Cajatambo. Pocas serían todas las palabras para agradecerles su
confianza y entusiasmo.
A
las ocho de la noche, luego de recorrer 35 km (30 de trocha y 5 de camino
pedestre) y asimismo después de haber ascendido hasta los 4,400 msnm en que se
sitúa la laguna-represa de Viconga descendimos a los 3,200 de Cajatambo con la
grata sensación de haber cumplido con lo anhelado y prometido.
Días
después vendrían las visitas de exploración a las ruinas de Tambomarca (que se
erige sobre cuatro redondos morros que
guardan restos de construcciones pétreas) y también el ascenso hasta la
bulliciosa laguna de Milpoj. Pequeña,
bella y sonora laguna (por la presencia patos silvestres) próxima a un
promontorio de piedras y pinturas rupestres llamada Matadera y a la cima rocosa
del Sogucjirka que, por su ubicación y altura, constituye el más magnifico mirador
de Cajatambo y sus inolvidables montañas.
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