Desde mi más remota
infancia jamás olvidé las corridas de toros que ví en Cajatambo, durante las
fiestas patronales en honor a Santa María Magdalena, cada 30 y 31 de julio de
cada año. Por eso en Ambar, en el fundo familiar, en Lascamayo, nada disfruté
tanto en mi temprana juventud que simulando torear a una vaca que no simulaba
embestir. Una vaca pinta que cargaba con energía, aún cuando ni se movía.
Bajaba y subía la cabeza y giraba veloz el pescuezo cada vez que le tendía la
manta. Tanto, y con tanta destreza practiqué que, un día, no tuve más
pensamiento que no fuera ir a la corrida en Ambar.
Cada 17 de agosto, en
tributo a la Virgen de la Asunción, la prodigiosa “Mamá Shona”, el pueblo de
Ambar también acarreaba, igual que en Cajatambo, vacas y toros para lanzarlos a
una improvisada plaza. Entonces, toda la concurrencia, igual que en Cajatambo,
se reunía alrededor de una explanada ubicada detrás del templo.
Con veinte años y
algunos cientos de lecturas –entre ellas “Muerte en la tarde”- pululando en mi
alma, el 17.8.1982, caminé todas las horas que entonces demoraba recorrer los
veinte kilómetros de Lascamayo a Ambar pensando en la corrida. Con todo, al
llegar y comparecer ante una veintena de reses agitando sus afiladas astas no
pude evitar sentir un angustioso cosquilleo en la barriga. De manera que me
retiré decepcionado, no de los ganados que acababa de ver sino de mi mismo.
Sin embargo, a la
hora en que comenzó la corrida y soltaron el primer torito, sucedió lo
impredecible. Mi hermano, acaso tan nostálgico como yo, pero completamente
borracho, fue el primero en enfrentarlo. Naturalmente resultó cogido, claro que
sin mayores consecuencias. Al verlo lanzado y pisoteado, no dudé un instante en
ingresar a sacarlo. Incluso, al ver que demoraban en abrir la puerta grité:
“¡Abran carajo! ¡No ven que mi hermano está borracho!”. Al verme aparecer, mi
hermano obediente se retiró.
Sucedió entonces lo
increíble, para mi mismo: me quité la chompa que nuestra Gordita (así
llamábamos a nuestra mamá) había tejido para mí con paciente esmero y busqué al
torito. Lo provoqué y lo burlé. Mucho más todavía al oír una voz de tierna
golondrina (de quien luego, de seguro, el tiempo convirtió en abuela insomne)
que me alentó diciendo: “¡Olé!” “¡Olé!”, en cada quite.
En la pausa, para el
cambio de res, Lastenia y Nashe, dos amigas de mi madre, fueron las más
efusivas en felicitarme. Pero Lastenia, sobre todo, en motivarme: “Césitar, no
te preocupes, la ternerita que va salir, es su hermanita del torito. Si has toreado
al torito te toreas fácil la ternerita”. La verdad que escucharla más que darme
ánimo me hacía reír. En contraste, desde un extremo de la plaza, solo doña
Benita y su hija Joaquina, las dos únicas cajatambinas que asistían –por mi
culpa- con pavor a la corrida gritaban furiosas y orgullosas: “¡Ambarinos
maricones porque no entran ustedes!”.
Al final de la
corrida, sin saber a ciencia cierta cómo ni porqué, sencillamente di cuenta de
todas las vacas y de todos los toros que de manera sucesiva fueron echados al
ruedo. La gente aplaudía y hasta el Gordo Shella, el hombre más robusto del
pueblo, entusiasmado me aupó sobre sus hombros para dar la vuelta al ruedo.
Pero quien estalló de emoción fue Adán Quinteros, más que por ser dueño del
ganado por ser de Cajatambo. En el centro del ruedo, mas ebrio de emoción que
de tragos, me abrazó con los ojos brillando de euforia y saboreo cada una de
sus palabras con implacable frenesí: “¡Carajo, hemos demostrado a estas mierdas
lo que somos!”
Nunca jamás volví a
torear como aquella tarde. Ni siquiera en Cajatambo.
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