Casado con Angelita Villareal fue padre de nueve hijos.
Puesto que en Ambar hasta las presencias notables tienen otro nombre, le decían -sin decírselo- Papaco.
La mayor extensión de tierras que rodean al pueblo le pertenecían.
Al llegar de Cajatambo, en la década del sesenta del siglo pasado, mi abuelo Augusto Villanueva Marín y Papaco se hicieron entrañables amigos.
Mi abuelita Digna recordaba que mi abuelo se aparecía en el pueblo llevando de Lascamayo carneros desollados y sacos de papa amarilla para agasajar a su amigo por su cumpleaños.
Entonces, toda la comitiva se trasladaba a alguna de sus casas-huerta próximas y allí celebraban durante -por lo menos- un par de días.
Fueron tan amigos que cuando Papaco (muy a su pesar y persuadido por mi abuelo) decidió heredar su cuantioso patrimonio a sus hijos, fue mi abuelo quien pasó a ser el dueño.
En señal de absoluta amistad y confianza -para espanto del pueblo ambarino- Papaco legalmente cedió en venta todos sus bienes a mi abuelo, y este a su vez, uno a uno los fué distribuyendo a los vástagos de Angelita y Amadeo.
Finalmente, por desgracia (aunque eso ya no pudo verlo) tal como temía el patriarca de Ambar, uno a uno, sus herederos se fueron deshaciendo de sus amadas tierras.
Cierto día en Huacho, cuando Angelita y Digna eran ya viudas, fui testigo de una conversación memorable:
-Mi Augusto era bien chinero. Eso nomás era lo malo. Hasta me decía: "Tu creerás que yo las busco. Ellas solitas vienen y entonces que puedo hacer".
-El Amadeo era igual. "Que te preocupas -me decia- nada te falta. Si las cholas quieren, tengo pues que darles su tumbadita".
Y enseguida las dos memoriosas señoras brindaron riendo con sendos vasos -pues los serví- de chicha de jora.
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