Regresé a Astobamba cuando volvían también las nubes. Otra vez. Vi muchas nubes pasar, pero a ella no la vi. Ella que fue siempre mi vecina de toda la vida y que siempre eché de menos. Ella, cuyas moldeadas y robustas extremidades miré y admiré en ausencia y presencia. Ella, cuya magnifica existencia mitigaba la extenuante soledad de las calles de mi infancia.
Cuando menos lo esperé, sin embargo, risueña y radiante, apareció igual que siempre. Igual que las nubes. "He visto unas rosas en el cementerio que necesito para mi jardín", me dijo. Pero no vino solo a decirme que iba en procura de aquellas raras, y hermosas, rosas, sino también para pedirme que fuera con ella a buscarlas.
Sin decir absolutamente nada la seguí. Jamás fui a un cementerio con tanta alegría. Enfundada en un apretado jean azul la miraba abrirse paso entre la seca maleza que cubría las tumbas. Al llegar, la tarde de pronto oscureció ensombrecida por nubes repentinas. Alzamos la vista y preocupados por la lluvia inminente no encontramos nada mejor que los nichos sin ocupar. "¿Allí?", pregunté. "Sí".
Nunca jamás deseé tanto que lloviera. Que lloviera incluso a cantaros. Pero, sobre todo, nunca jamás, entre lluvias y rosas, imaginé que yo viera tanta vida en medio de tanta muerte.
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