miércoles, 22 de septiembre de 2010

CONMEMORACIÓN


A la hora convenida, puntual, Rebeca consagra con su presencia la esquina donde acordamos coincidir. Me aproximo sin que advierta mi llegada. Al escuchar su nombre se vuelve hacia mí y sonríe. Luego, puesto que hallarnos frente a la más vistosa y provocadora venta de pollos a la brasa de la ciudad resulta casi una tentación, se dirige hacia la entrada. Entonces, la detengo: le sugiero dirigirnos a otro restaurante. Ella acepta no solo ir, sino ir caminando; mientras conversamos, mejor dicho: mientras hablo.

Pero lo cierto es que más que el almuerzo me importa con creces decirle lo debido en el lugar propicio. Al llegar, confirmo que ningún lugar podía ser preferible: sentados ante una mesa del segundo piso de un local frente a la plaza Grau tenemos al alcance de nuestra vista, y más, una porción del más vasto mar del orbe. Ni más ni menos.

Pues el Bolívar, antes que un restaurante es un privilegio para la vista. Un santuario en donde más allá de lo que oferta su variada carta, además de ser el único lugar en Huacho pensado no solo para satisfacer las expectativas gastronómicas de sus visitantes, es un restaurante que -nada menos- permite ver al mismo tiempo que evita ser visto. Máxime si se trata de ejercitar el acto supremo de comer por placer, por encima de la cotidiana necesidad de alimentarse. Por eso mismo también, lo más importante que ofrece es algo superior a cualquier precio: un balcón para mirar el mar.

Pero, especialmente, esta tarde en que la tengo delante y la miro, la bahía luce hermosa. No por lo que tengo delante de mis ojos -botes y lanchas de pesca- sino a pesar de eso. Pues por ella, por esta misma bahía, en marzo de 1819, desembarcó lord Cochrane; y al año siguiente, el 10 de noviembre, el Ejercito Unido Libertador al mando del mismísimo general José de San Martín. Con todo, aun cuando se trate de un simple almuerzo, este día no es menos memorable: 18 de setiembre de 2010. Fecha exacta del Bicentenario de la Independencia de Chile.

Por si fuera poco, para hacer más propicia la conmemoración, aunque en estos momentos son apenas dos mamás que pasean a sus niños, aparecen a mi alrededor dos secretarias a quienes conozco, no de haberlas tratado sino de haberlas visto en las oficinas del Congreso. No hace falta decir nada, basta con no ignorar nuestras presencias; mientras ellas pasean distendidas, desprovistas de apremios memoriosos.

Rebeca podría ser mi hija. A pesar de su juventud, sin embargo, sabe escuchar. Más aun: sabe preguntar. Y cuando lo hace su voz guarda el rumor de un remanso lejano. Me cuenta -mientras trozo el bistec que me recomendó mi amigo Guillermo- que nació en San Marcos y que su abuela es vecina no del mar sino de las montañas, en Ancash. Le pregunto si se siente a gusto. Asiente y sonríe.

Al retirarnos, le digo que podría aparecer en mis escritos. No oculta su asombro pero tampoco dice nada. Al llegar a una esquina, del mismo modo que llegó, se va. Sigilosa y tierna. Implacable y real.