viernes, 14 de noviembre de 2014

TODOS LOS SANTOS EN AMBAR


Plaza de Ambar
Mi madre -que pasó casi media centuria en el valle de Ambar- siempre apreció el cementerio del pueblo que se dice La sucursal del cielo. "Aunque no es muy grande está siempre bien cuidado", decía. Sus palabras -alguna vez se lo dije- me recordaban las del general Omar Torrijos, quien creía que para hacerse una idea precisa de como es un pueblo no existía nada mejor que visitar su cementerio. "Según como traten a sus muertos sabras como tratan a los vivos", solía sentenciar - conforme al testimonio de su amigo Graham Greene- el lider que recuperó el Canal de Panamá para su patria.
Persuadido por tales evocaciones, pero ante todo, convencido por el hallazgo de un oportuno binocular entre las cosas guardadas en la casa que albergó a mi madre, el 2.11.2014 (en el Día de los Muertos) decido caminar los casi 15 km que separan el predio de Lascamayo del pueblo de Ambar. 

Parto a mediodía y el camino que recorro es la trocha que en otro tiempo fuera (en su mayor parte) camino de herradura. Se trata -literalmente- del camino de mi vida. Pues por ese mismo camino -ahora extinto- llegué en brazos de mi madre a Lascamayo. Cincuenta años después el camino y mi madre han desaparecido. Ahora cada día la trocha carrozable construida es recorrida por un destartalado y atestado bus.

Mientras camino, cada cierto tramo, me detengo para hacer uso del binocular y contemplar con nitidez lo que en ocasiones habituales me resigno a mirar a la distancia. Pero no menos impresión me causan los recuerdos: en especial tener presente que por ese mismo camino Narcisa Gonzales (entrañable amiga de mi madre) fue conducida por una columna terrorista, un día de 1989, camino a su destino final. Acribillada por la espalda y en estado de gestación. Así murió Nashe en la plaza de Ambar. Imposible olvidarlo. Imperdonable ignorarlo.

Al final de la tarde, después de cuatro horas de caminar (y mirar) ingreso al pueblo. Al llegar me conmociona encontrar todavía  vestigios de los antiguos albergues destinados para los damnificados del terremoto de 1970. A la salida (o entrada -como en mi caso- para el que vuelve) se ven aun una hilera de aquellas habitaciones temporales. Me enternece mirarlas, pues delante de ellas, una tarde inolvidable de 1977, miré allí a Carmen. La vi lavando sus prendas junto al caño y a su abuela paterna. A pesar del tiempo, esta tarde, con no menos desesperación y emoción me parece verla todavía. Pues desde allí, desde una de aquellas precarias habitaciones me parece aun oír su voz inolvidable señalando mi destino: "Ven pasa".
Carmen, la de entonces

Pero apenas ingreso al pueblo me aguarda lo más increíble: encuentro a Carmen -gorda y arrugada, del mismo modo que yo calvo y canoso- sentada a la entrada de una casa en donde almacenan cajas para duraznos recién cosechados. Junto a ella se encuentra su prima Gavy. Las saludo con perpleja gratitud y luego de un breve intercambio de palabras sigo mi camino. Ocurre entonces que, en busca de almuerzo, llego al restaurante de Julia Pacheco (hermana mayor de Carmen). Al verme Julia me recibe con amabilidad y me invita a pasar. Al verme llegar don Paulino, su padre, me recibe con igual entusiasmo y gratitud. Y así, cuando regresan Carmen y Gavy, para sorpresa de ambas me encuentran compartiendo la mesa y conversando con el patriarca de la familia.

Don Paulino conoció a mis abuelos Augusto Villanueva y David Reyes, a quienes debo mi presencia en Ambar. Don Paulino los recuerda con aprecio. "Yo he tenido esa suerte de tener buenos amigos". Incluso hace memoria de una mula que mi abuelo Augusto le dió para amansar pero que luego de derribarlo terminó indomeñable y proscrita a las alturas de Gorgor.

La conversación se interrumpe cuando Carmen y Gavy se despiden. Pues un station wagon las espera para conducirlas hasta Huacho. Por su parte, don Paulino, apenas al despedirlas empuña  su bastón y se encamina rumbo al cementerio. "¡Mira, mi papá se va solo!", dice Carmen. Entonces siento en su voz el llamado del deber y alcanzo en la plaza al rozangante patriarca.
Durante un par de horas velamos a doña Josefina, su esposa, y a su madre. Y mientras las velas ardían conversamos. Le pregunto por qué la trajo si falleció en Lima. "La soñaba. Juntos llegábamos para acá", me responde. También me cuenta que se casaron cuando ella tenía 16 y el 21. Al verlo y escucharlo me conmueve la certeza de comprobar que para el amor no hay edad.


Cuando unas velas se apagan soy yo el que me encargo de reponer otras. No me lo dice, pero estoy seguro que le complace aquella coincidencia que nos reune en un día tan especial en un lugar no menos especial. Por mi parte -aunque no se lo digo- me hace feliz retribuir la existencia de quien hizo posible la existencia del más hermoso recuerdo de amor de mi vida.