"Chaquilapa, japallá, charamurgó...¿entiendes?".
Sonríe y responde: "He llegado caminando solo". Y así fue, durante la
hora y medía que anduve desde Astobamba hasta Utcas, ni un solo
vehículo me dió alcance.
Enseguida Nicol Osorio mira el horizonte y
con emoción exclama: "¡Un condor!". Pero no son uno sino varios los que
pasan. La comitiva mira aquel desfile aéreo con naturalidad. Me doy
cuenta entonces que he ingresado a un territorio en verdad mágico.
"Ali, ali charamurguyni,
jara tarpuy rirgunaypa", me dice al verme llegar al pueblo la amable -a
pesar de su nombre felino- abuela Leona, matriarca del clan de uno de
los dos mayordomos oferentes de la siembra de maíz 2018. La
comunidad campesina de Utcas, cada año repite el rito inmemorial de
sembrar el producto supremo de su historia: el Qori jara. El
incomparable grano de oro que ha superado airoso los retos del clima y
el tiempo. Presididos por dos mayordomos que portan un estandarte y
una imagen, la comitiva se compone de cuatro cantoras que entonan en
quechua remotos tributos a la tierra y cuatro danzantes provistos de
sendas takllas (que fue el principal instrumento de labranza del
incario).
Luciendo poncho, chalina y sombrero, el pequeño y barbado
Rukorico es llevado -en brazos de los mayordomos- del templo del pueblo
hasta los campos de cultivo. Este jueves 18.1.2018, como cada
jueves de cada año, los comuneros en pleno emprenden el siembrio del
producto más representativo de su pasado, presente y futuro. No por nada
se trata del más aromoso y sabroso maíz orgánico del Perú. Un maíz
que aun en tiempos del Urash Jirca (el pueblo antiguo que las
autoridades virreinales obligaron abandonar) debió tener no menos gloria
y fama. Sin embargo, al igual que el quechua y el maíz, el pueblo
utcano, reserva un día para hacer del pasado lo más presente de su
presente. Un día en el que, entre danzas y cantos, se abre una puerta
para ver y vivir lo que fue el Perú autónomo, anterior al de la
presencia europea. No se trata de una simulación, ni de una nostálgica representación, por una sencilla razón: por qué el maíz que
produce el pueblo utcano y la forma en que lo hace no tiene parangon ni
comparación. Es tradición y es continuidad, es costumbre y es devoción,
es reverencia ritual y a la vez tecnología productiva. Por todo eso,
mientras haya una mujer o un hombre dispuesto a llevarse un grano de
maíz a la boca (aun a pesar de la ingesta desmedida en los estómagos
peruanos de arroz forastero) el maíz que cultiva la comunidad de Utcas
-que nació no para ser el más abundante sino el mejor- mantendrá
siempre el imperio soberano de su aroma y sabor.
Una difundida creencia popular de interpretación de los sueños, asegura
que soñar perder una dentadura es augurio funesto de perdida de un ser
querido. El amanecer del 2.1.2018 desperté sobresaltado: una presencia
que no pude reconocer al quitarse la dentadura postiza lo extrajo
arrancando sus órganos internos. Entonces desperté con desasosiego y la
resignada certeza de esperar alguna funesta ocurrencia. Por lo demás,
desistí de regresar a Huacho.
Puesto que me hallaba en Lima de
visita donde mi hermano, salí a la esquina al puesto de venta de diarios
y enseguida dediqué la mañana a la lectura de El Comercio y La
República. Asimismo, encendí el televisor para seguir la emisión de ATV
noticias. Fue así que a mediodía junto con mi hermano vimos las primeras
imágenes de la tragedia víal en Pasamayo. De inmediato reconocimos un
retazo de S que -para quienes residimos en Huacho- identifica a la
empresa de transportes más antigua de la ciudad.
Al principio el
noticiero anunciaba que habrían una media docena de fallecidos, pero al
ver al ómnibus caído con las llantas hacia arriba en el fondo del
precipicio más vertical del serpentín de Pasamayo, era evidente que el
accidente más atroz que pudiera ocurrir en los veintidós kilómetros de
aquel tramo de cincuenta y dos curvas había sucedido. Precisamente en la
Curva del Diablo, la misma por la que -según recordaba un veterano
huachano- rodó hace medio siglo un bus de la empresa Roggero. Pero lo
más paradójico era que la víctima no era una vetusta unidad de aquellas
empresas que lindan con la informalidad sino la empresa más disciplinada
y mejor organizada de la Capital de la Hospitalidad. Pues queda claro
lo que sucedió: el tráiler invadió el carril del bus y al colisionar lo
lanzó al abismo.
Fundada a comienzos de la década del ochenta del
siglo pasado, la empresa de transportes "San Martín de Porres" surgió
como remanente y continuidad de una asociación de automovilistas.
Conformada por socios accionistas (integrantes del desaparecido Comité
16) desde su fundación la empresa de buses "San Martín de Porras" sacó
cara por Huacho y fue el preferido de las familias de la ciudad. Pues a
su servicio, durante años han confiado (y seguirán confiando), el
transporte de sus hijos que parten a Lima para educarse o por motivos de
trabajo. Esto ocurre por qué para efectos prácticos, en buena cuenta,
Huacho, más que una provincia, deviene ser un distrito más de Lima.
Una prueba ilustrativa es el caso de un oficial de ejército, quien en la
etapa final de su servicio, salía cada de madrugada de Huacho rumbo a
su oficina en Lima para retornar por la noche. Así, día a día; semana a
semana; mes a mes, durante once años. Todos esos años viajando en los
pulcros y confortables asientos de las unidades de la empresa de
transportes "San Martín de Porres".
Mi abuelo, el padre de mi
padre, contaba que cuando las reses que arreaban desde Cajatambo caían
rendidas, las cubrían con arena y las abandonaban. Al volver,
encontraban los hoyos vacíos y los huesos de la reses tiradas en las
chozas de familias afroperuanas residentes en Ancón. Aquellos eran
tiempos anteriores a 1939, fecha de
construcción de la carretera
panamericana. Anterior a ella, el transporte ferroviario unió a Huacho
con Lima en 1911 a 1962. En el siglo XIX el transporte comercial y de
viajeros se hizo por vía marítima, siguiendo el itinerario
Huacho-Chancay-Ancón-Callao.
El 3.10.2010 (uno nunca olvida el día en que debió morir) partimos, por motivos laborales, de Lima a Cañete, con el abogado Guillermo Núñez Velasquez
a las primeras horas de aquel día. A las 6.10 am, en un tramo del
circuito de playas de Lima, un policía asomó a la ventana del
reluciente auto negro averiado por el violento impacto contra un poste
de alumbrado para decirnos, entre sorprendido y decepcionado: "¡Qué feo
han chocado! ¡Pensé que estaban muertos!". Por cierto, fue tan violento
el impacto que nuestros anteojos y celulares volaron disparados. Menos
nosotros: nos salvó el cinturón y acaso la suerte.
En 1997 un bus partió de Huamanga hacia Lima. Al amanecer comenzó a dar brincos. Los
pasajeros despertaron desesperados dando gritos de espanto. Puesto que
casi nunca duermo cuando viajo, ví y viví la misma experiencia que de
seguro vivieron los pasajeros del trágico bus huachano: la conciencia
fugaz de una muerte inminente. Es aterrador saber que vas a morir y que
poco o nada puedes hacer (recuerdo a un muchacho tratando de ovillarse
bajo un asiento). Por mi parte, recordé a mi madre y lamenté que
recogieran mi cadáver tan distante de Huacho.
Una piedra junto a la
carretera. Un bloque pétreo y macizo que solo es, cuando se las mira,
una de las infinitas formas del paisaje detuvo al ómnibus al borde del
abismo. Después de un rato siguió la marcha y minutos más tarde volvió a
detenerse. Cuando bajé a orinar, al volver al bus en medio de la
gélida desolación de la noche contemplé una escena que nunca olvidaré:
puesto de rodillas ví llorar al chofer, mientras encendía una vela en
memoria al conductor muerto frente a cuya capilla había detenido el bus.
"¡Ayúdame hermano!. ¡Ayúdame!", imploraba. También yo lloré, en
silencio y en la oscuridad, pensando en quienes por mi causa hubieran
tenido que derramar lágrimas de afecto y resignación.
Un padre
con un niño de cuatro años. Dos hermanas, más una niña (hija de una de
ellas), dos amigas entrañables que eligieron Huacho para recibir el año
nuevo, un par de esposos oriundos del distrito de Ambar (a quienes
conocí), son algunas del medio centenar de existencias que se truncaron, en un abrir y
cerrar de ojos, en la fatídica Curva del Diablo a las 11:40 de la mañana del
segundo día de 2018. Revelando con ineluctable dramatismo, por sobre los venturosos manifiestos, que la vida será siempre una travesía fallida sin final feliz. Un peregrinaje ilusorio y cruento. Puesto que -como escribió el poeta Martín Adán- la vida no se elige, la vida se padece.