lunes, 14 de septiembre de 2020

HISTORIA DE AMOR


Después de casi de dos meses de navegar por el mar Atlántico, el 9 de marzo de 1812 ancla en el puerto de Buenos Aires la fragata inglesa George Canning. A bordo llega el coronel argentino/español José de San Martín. Aunque a los mandos del ejército español a expuesto, para obtener autorización de viajar, la urgencia de disponer de sus bienes heredados su arribo será sin retorno.


Volvía, después de veintiocho años de ausencia, a unir su vida al destino independiente del gobierno del Río de la Plata. Junto a sus padres, Gregoria Matorras y Juan San Martín (ambos españoles) se había marchado cuando tenía 6 años. 

Pensaba como libertador, pero hablaba como español y era un perfecto desconocido. 

Sin embargo, quien se encargaría de franquearle las puertas de la sociedad porteña sería Carlos María de Alvear (con quien había compartido el viaje y compartia también proyectos afines).


Venía a luchar, lo esperaban los campos de batalla. Pero por igual, lo mismo que a la guerra, debió hacer frente a las garras doradas del amor. 

Una adolescente, veinte años menor, sin dudas ni temor.

Apenas conocerse, el coronel venido de España y María de los Remedios Escalada sellaron su destino con una mirada. A tal punto que la muchacha acabó con el compromiso que tenía con Gervasio Dorna, un joven de 22 años que como consecuencia prefirió abandonar Buenos Aires y enlistarse en el ejército de Belgrano. Moriría en el combate de Vilcapugio, el 1 de octubre de 1813. 

Cuando San Martín pidió la mano de Remedios, la que puso el grito en el cielo fue su futura suegra, Tomasa, a quien nunca le agradó. Ante sus ojos el era “el soldadote” o “el plebeyo”.


Remedios había nacido en la ciudad de Buenos Aires el 20 de noviembre de 1797, hija de Antonio José de Escalada y de Tomasa de la Quintana. La residencia de los Escalada, glamouroso escenario social y a la vez bastión de debate de la sociedad porteña. 

Más allá de cualquier obstáculo, el 12 de septiembre de 1812 María de los Remedios y José Francisco se casaron con la bendición del padre Luis Chorroarín en la Catedral porteña. Fueron testigos Carlos María de Alvear y su esposa, Carmen Quintanilla.


En enero del año siguiente, San Martín, al mando de 125 hombres, partió hacia Santa Fe con la misión de proteger sus costas ya que escuadrillas españolas remontaban el Paraná asolando a las poblaciones ribereñas. En febrero, el Regimiento de Granaderos a Caballo (la unidad histórica de su creación) tendría su bautismo de fuego en San Lorenzo. 


Durante 1813, la pareja vivió en Buenos Aires hasta que San Martín debió partir a Tucumán a hacerse cargo del Ejército del Norte. Por sus problemas de salud, debió alojarse en una estancia en Córdoba para recuperarse.

Volverían a verse a fines de 1814 en Mendoza, cuando San Martín fue nombrado gobernador intendente de Cuyo.

La pareja celebró la Navidad de 1816 en la casa de Manuel de Olazábal. Fue en el brindis cuando San Martín manifestó el deseo de hacer una bandera para su ejército. Dolores Prats, Margarita Corvalán, Mercedes Alvarez y Laureana Ferrari pusieron manos a la obra. 

Así fue como el 5 de enero a la mañana San Martín tuvo su bandera.


Ese mismo mes, San Martín envió a su esposa y a su pequeña hija de regreso a Buenos Aires. La frágil salud de Remedios, afectada de tisis, se había agravado por el embarazo y el parto. 

El 3 de agosto de 1823 Remedios falleció en la quinta familiar que se levantaba en avenida Caseros y Monasterio, en Parque Patricios. Tenía 25 años.

El 10 de febrero de 1824, solo con su hija de siete años (repitiendo su historia) el general San Martín abandonó el suelo que lo vió nacer, para nunca más volver.

domingo, 13 de septiembre de 2020

UNA VISITA MEMORABLE

 


En cierta ocasión, durante la presentación de una publicación (en una feria de editores y libreros) asistí al relato de una historia que siempre llevo presente.

Quien narró la historia estaba allí para presentar naturalmente un libro, o tal vez fuera una revista (he olvidado el motivo preciso), sin embargo, guardo recuerdo fidedigno de su relato.

Jóvenes y entusiastas lectores (con sueños de gloria) un grupo de muchachos deciden un día -un día para el recuerdo- ir al encuentro de José María Arguedas.

Hechas las coordinaciones previas (mediante llamadas a casa del escritor) el día convenido, se trasladan emocionados hacía Chaclacayo.  

Arguedas, por su parte, noble y generoso, no solo  acepta reunirse con sus jóvenes admiradores sino que los aguarda a bordo de su escarabajo.

Incluso, apenas verlos llegar,  los conduce hacía un restaurante.

Toman lugar enseguida en torno a una mesa de un local casi vacío, pero de pronto, las ventanas comienzan a poblarse de caras y rumor. 

Los muchachos entonces, envanecidos, sienten vivir un momento estelar. No era para menos: comparecían ante una de las presencias cumbres de la cultura andina.

Vana ilusión: en un santiamén un flaco, alto y patilludo, se pone en pié y abandona el local llevándose tras de sí, en jubiloso alboroto, a los miradores.

Esa historia, breve y sombría, me hizo ver el país en el cual había nacido y debía vivir.

¿Quién era aquel hombre de la patilla? Pues un músico argentino, director de una orquesta de bailes, entonces harto famoso (como lo es, con el pasar del tiempo, su olvido).