lunes, 4 de octubre de 2010

VIVIR, RIESGO MORTAL


El jueves 3 de octubre de 2010, a las 4.45 de la madrugada dos amigos, Guillermo y César, partieron de Huacho con destino a Cañete. Se trataba de un viaje de urgencia laboral. Por eso una hora después el Hyundai negro que los transportaba recorría raudo el circuito de playas de Lima. El viaje, sin embargo, concluyó a las 6 y 15 de la mañana, cuando un montículo de cascajo elevó el automóvil sobre el sardinel y lo lanzó contra un poste. No lo sabíamos, pero era el mismo lugar que, de manera similar, detuvo el curso vital de Sandro Baylón; el promisorio jugador de Alianza Lima. Por eso mismo acaso el guardia Gálvez, que a esa hora acababa su turno, al ver la polvareda que sucedió al brutal impacto, apuro el paso pensando: “Allí hay muertos”.

Todo sucedió en un instante. Y sucedió, precisamente, a una broma que convirtió la risa en espanto. En un instante en que ni más ni menos el más allá se hizo presente para decirnos que tan cerca se encontraba. Un instante, por lo demás, que durará siempre en mi memoria. Un instante en que de la manera más repentina veo al auto independizarse de las manos de mi amigo para transformarse en reducto fatal. Un instante en que la estructura de metal y lata se arruga igual que una hoja de papel. Un instante, en fin, repito, en que la risa se hace espanto y la rutina calamidad. Y la vida, un riesgo mortal.

No menos me sorprende, además, saber que -contra mi costumbre- tan pronto estreché la mano de mi amigo al saludarlo, cogí el cinturón de seguridad. Esa simple precaución nos salvó la vida. Pues es asombroso constatar el breve espacio, y tiempo, que hacen falta para sucumbir, victimas de aquella movilidad que nos transporta de un lugar a otro. Y en ocasiones, contra, y sobre, lo previsto, hacia otros confines sin retorno.

“No hay corazón que engañe a su dueño/ ni presentimiento que no sea cierto”, dice una canción,
que se canta con frecuencia, en Cajatambo y en Oyón. Era una canción. Para mí es más que eso: una categórica verdad. Tan evidente que me veo a mi mismo decir al vigilante al despedirnos, al borde de la medianoche, en la puerta de las oficinas del Consejo Regional de Lima: “Flaco, ya sabes, si no volvemos, contarás cuanto es que trabajamos por esta Región”. Tan nítido, a su vez, como el recuerdo de la desconcertada sonrisa del muchacho vuelve a mi memoria la ingrata aparición, al pasar por Ventanilla, de un auto destartalado transportando amarrados sobre el techo un par de ataúdes delante de nosotros. Nada dije, pero una sensación de atroz desasosiego, era la señal inexorable de que, aunque lo ignorase, la bajada de Marbella, se pondría fea, y a poco, fatal.

No he muerto, y aquí estoy -todavía- perplejo y feliz, recordando el día en que debió concluir mi peregrinaje dedicado, con fervoroso empeño y vago resultado, a urdir textos que han de merecer no solo el privilegio de sus miradas, sino también la fortuna de tener un lugarcito en sus memorias. Por cierto la muerte no atrae. Con todo, se trata de una realidad ineludible. Asimismo, mirarla con demasiado empeño -salvo por motivos comerciales- tampoco es visto con consideración. Sea como fuere, la verdad es que para mí resulta ser un estimulo imprescindible. De modo que, a mi entender, es tan necesario tener -ó, mas bien, mantener- un entusiasmo erótico al igual que una fascinación tanatica, porque ambos, al igual que el día y la noche, prodigan vida a la vida y tiempo al tiempo.

Mientras tanto, al margen de cualquier conjetura, no olviden que los cinturones pueden determinar la distancia entre el destino al que se dirigen y el más allá. Aquel más allá que, al fin y al cabo, siempre llegará.