domingo, 26 de diciembre de 2010

NAVIDAD




Si hay un día en que los que más tienen
Se preocupan de los que menos tienen
Es cada 25 de diciembre

Si hay un día en que los que menos tienen
Sienten que pueden un poquito más
Es cada 25 de diciembre

Si hay un día en que los malos procuran no parecerlo
Y los buenos descubren que no lo han sido tanto
Es cada 25 de diciembre

Por eso si hay un día en que me aparto de la gente
Es solo un día:
Cada 25 de diciembre
 

JESUCRISTO



“Más allá de nuestra falta de fe, Cristo es la figura más vivida de la memoria humana.
Le tocó en suerte predicar su doctrina, que hoy abarca el planeta, en una provincia perdida.
Sus discípulos eran iletrados y pobres.
Salvo aquellas palabras que su mano trazó en la tierra y que borró enseguida, no escribió nada.
No uso nunca argumentos; la forma natural de su pensamiento era la metáfora. Para condenar la pomposa vanidad de los funerales afirmó que los muertos enterraran a sus muertos. Para condenar la hipocresía de los fariseos dijo que eran sepulcros blanqueados.
Joven murió oscuramente en la cruz, que en aquel tiempo era un patíbulo y que ahora es un símbolo. Sin sospechar su vasto porvenir Tácito lo menciona al pasar y lo llama Chrestus.
Nadie como él ha gobernado, y sigue gobernando, el curso de la historia”.
Jorge Luis Borges

martes, 9 de noviembre de 2010

TANTAS VECES CHURIN


En el verano de 1825, William Tudor, primer representante de los EEUU ante el naciente estado peruano, desembarcó en la bahía de Huacho con el propósito de, a partir de allí, emprender una ardua travesía que lo conduciría a través de valles, quebradas y gélidas cordilleras al asiento minero más vasto y legendario de la historia peruana: las minas de Cerro de Pasco. Con ese fin, portando la acreditación firmada por el ministro de gobierno y con el apoyo del gobernador de la villa, mister Tudor tomó en Huacho en alquiler once mulas; y asimismo, para hacerse cargo de la recua mular, contrató los servicios de cuatro arrieros. Antes de partir, se dio tiempo incluso para hacer algo que en estos tiempos resulta un ritual imprescindible: visitar la campiña huachana.
Ciento ochenticinco años después, el 5 de noviembre de 2010, con ocasión de conmemorarse el aniversario 25 de la creación de la provincia de Oyón, también desde Huacho, he ocupado el lugar que me corresponde en la minivan (que sustituye a las mulas) para emprender el mismo recorrido que siguió el diplomático estadunidense en 1825. Lo he hecho de la forma actual, rutinaria y anodina, con que a diario decenas de personas en menos de tres horas se trasladan por una ruta que a mister Tudor le ocupó días trajinar.
No obstante, en ningún momento de aquel sinuoso y ascendente desplazamiento, he
dejado de tener presente las palabras del viajero norteamericano. Todo lo contrario: el verdadero viaje consiste para mí no tanto en llegar a Churin sino en evocar aquella memorable y poco conocida travesía. Más claro: mirar lo que vio. Y todavía más: recrear su visión. En consecuencia, se trata de mirar a través de sus palabras la apacible extensión del valle para internarse enseguida entre los agrestes recodos que separa la ciudad litoral en que desembarcó de aquella, entonces, remota aldea  que se eleva por sobre los dos kilómetros, rodeada de  macizos montañosos. Se trata, sin duda, de los mismos cerros que entrevió mister Tudor. Por eso, cuando menos, resulta ineludible no sorprenderse por la manera en que era posible desplazarse hacía el verano de 1825. Temporada, la del verano litoral, en que Churin, hoy del mismo modo que ayer, se cubre de nube y lluvia. Culpable lo pienso, mientras sonoro y confortable, el rodado se abre paso veloz entre la tierra y la roca.
Pues se trata de los mismos ondulantes y agrestes confines, por los que súbditos y regentes del gobierno incaico hicieron camino arreando piaras de acrobáticas llamas, que luego cedieron paso a tropeles ecuestres de españoles. Pero el episodio más preciso y memorable provenga acaso de los días de la independencia, cuando luego del triunfo de la batalla de Cerro de Pasco (6/12/1820: aquella en que el oficial monárquico Andrés de Santa Cruz, oriundo de Bolivia, cae prisionero para, converso a la causa patriota, quedar consagrado como artífice de la unidad entre Bolivia y Perú).

Español por nacimiento, patriota por convicción, el coronel Juan Antonio Álvarez de Arenales, comanda la tropa que derrota y hace huir al brigadier, de origen francés, O´Rely, que en su desesperada fuga, apenas unos días después, hambriento y acosado, ser capturado por los indios insurgentes del pueblo de Oyón que lo conducen al cuartel general de Huaura, comandado por el mismo general San Martín.
Todo eso, y mucho más, sucedió aquí; pero el acontecimiento mayor que convoca mi atención proviene de unas cuantas paginas manuscritas en ingles, que relata aquel viaje que, junto con otro amigo, emprendió mister Tudor en 1825. El mismo que legó impreso, de su puño y letra, al sacerdote anglicano H. Salvin, quien luego la publicó inserto a su propio diario. Entonces, en virtud al reposo postrero de sus palabras, este viaje es más que un traslado motorizado para ser historia y memoria. Pues, con no menos certeza ni rigor que la carretera que nos lleva desde Huacho hasta Oyón, existe aquella otra, edificada por signos, que me lleva directo hacía los días iníciales de 1825.
Para Panchita será siempre el edén perdido de su infancia insobornable. Para Manuel el refugio inolvidable de su rauda juventud. Para Pauish el reino encantado de su resignada vejez. Para todos Churín es –igual que Ítaca- algo más de lo que es: un pueblito de aguas mágicas poblado de historias y hospedajes.
No lo fue menos cuando Mr. William Tudor, luego de vencer estrechos y escabrosos senderos, el martes 8 de febrero, al retornar de Cerro de Pasco, escribió deslumbrado -a pesar de la discreta apariencia que lo rodeaba- estas explícitas palabras: “Llegamos a la Chimba a las tres de la tarde y me dirigí de inmediato a tomar un baño. He mencionado anteriormente que en la aldea gemela de Churín (o, de acuerdo al lenguaje indio, el hijo de la Chimba, que es el significado de Churín), hay un notable manantial que emerge de la montaña caliza, el cual ha formado grandes depósitos acumulados de cal y estalactitas. El agua forma una corriente capaz de mover dos molinos. El baño ubicado allí por el señor Miralles está debajo de una pequeña cabaña con murallas de piedra y techo de paja; consta de una gran taza de diez pies cuadrados y cinco de profundidad, excavada en la roca. El agua tiene la exacta temperatura de la sangre y es tan pura y transparente que, parándose dentro, uno puede ver los poros de la piel tan fácilmente como en su mano. El agua se renueva constantemente. Empleamos una hora en este baño que supera en lo agradable a cualquier otro que haya jamás gozado. Cualquiera viajaría alegremente a caballo un día para bañarse allí pero está aislado de Lima por los desiertos de Chancay y la desolada quebrada de Sayán”.

Un siglo después, con la invención de los vehículos a motor y la construcción de carreteras, la entusiasta y categorica previsión de mister Tudor se ha hecho realidad hasta la exageración: la remota y desolada aldea se ha transformado en una pequeña ciudad erizada de construcciones que abarcan la orilla del rio hasta la pendiente de los cerros. Atraídos por los efectos curativos de sus aguas y la quietud complice de su cada vez más breve lejanía, la pequeña aldea indígena ha devenido, de extremo a extremo, en un solo gran hospedaje, colmado de forasteros, gozosos y banales; no menos artificiales que las luces que los alumbran. Por eso, apenas al llegar me invade una mezcla de simpatía y al mismo tiempo de piedad; pues aunque sobren las construcciones, hace falta algo más que moles para conquistar el presente.
Camionetas de reciente manufactura, relucientes de barro fresco, cruzan con igual frecuencia que motos transpotadoras de tres ruedas; ocurre que del mismo modo que aguas candentes las entrañas de los cerros de Oyón guardan ingentes vetas minerales (que cada vez cotizan más en el mercado internacional). “Perú de metal y melancolía”, escribió Federico García Lorca. Parado en una esquina en Churín basta un instante para corroborarlo.

lunes, 4 de octubre de 2010

VIVIR, RIESGO MORTAL


El jueves 3 de octubre de 2010, a las 4.45 de la madrugada dos amigos, Guillermo y César, partieron de Huacho con destino a Cañete. Se trataba de un viaje de urgencia laboral. Por eso una hora después el Hyundai negro que los transportaba recorría raudo el circuito de playas de Lima. El viaje, sin embargo, concluyó a las 6 y 15 de la mañana, cuando un montículo de cascajo elevó el automóvil sobre el sardinel y lo lanzó contra un poste. No lo sabíamos, pero era el mismo lugar que, de manera similar, detuvo el curso vital de Sandro Baylón; el promisorio jugador de Alianza Lima. Por eso mismo acaso el guardia Gálvez, que a esa hora acababa su turno, al ver la polvareda que sucedió al brutal impacto, apuro el paso pensando: “Allí hay muertos”.

Todo sucedió en un instante. Y sucedió, precisamente, a una broma que convirtió la risa en espanto. En un instante en que ni más ni menos el más allá se hizo presente para decirnos que tan cerca se encontraba. Un instante, por lo demás, que durará siempre en mi memoria. Un instante en que de la manera más repentina veo al auto independizarse de las manos de mi amigo para transformarse en reducto fatal. Un instante en que la estructura de metal y lata se arruga igual que una hoja de papel. Un instante, en fin, repito, en que la risa se hace espanto y la rutina calamidad. Y la vida, un riesgo mortal.

No menos me sorprende, además, saber que -contra mi costumbre- tan pronto estreché la mano de mi amigo al saludarlo, cogí el cinturón de seguridad. Esa simple precaución nos salvó la vida. Pues es asombroso constatar el breve espacio, y tiempo, que hacen falta para sucumbir, victimas de aquella movilidad que nos transporta de un lugar a otro. Y en ocasiones, contra, y sobre, lo previsto, hacia otros confines sin retorno.

“No hay corazón que engañe a su dueño/ ni presentimiento que no sea cierto”, dice una canción,
que se canta con frecuencia, en Cajatambo y en Oyón. Era una canción. Para mí es más que eso: una categórica verdad. Tan evidente que me veo a mi mismo decir al vigilante al despedirnos, al borde de la medianoche, en la puerta de las oficinas del Consejo Regional de Lima: “Flaco, ya sabes, si no volvemos, contarás cuanto es que trabajamos por esta Región”. Tan nítido, a su vez, como el recuerdo de la desconcertada sonrisa del muchacho vuelve a mi memoria la ingrata aparición, al pasar por Ventanilla, de un auto destartalado transportando amarrados sobre el techo un par de ataúdes delante de nosotros. Nada dije, pero una sensación de atroz desasosiego, era la señal inexorable de que, aunque lo ignorase, la bajada de Marbella, se pondría fea, y a poco, fatal.

No he muerto, y aquí estoy -todavía- perplejo y feliz, recordando el día en que debió concluir mi peregrinaje dedicado, con fervoroso empeño y vago resultado, a urdir textos que han de merecer no solo el privilegio de sus miradas, sino también la fortuna de tener un lugarcito en sus memorias. Por cierto la muerte no atrae. Con todo, se trata de una realidad ineludible. Asimismo, mirarla con demasiado empeño -salvo por motivos comerciales- tampoco es visto con consideración. Sea como fuere, la verdad es que para mí resulta ser un estimulo imprescindible. De modo que, a mi entender, es tan necesario tener -ó, mas bien, mantener- un entusiasmo erótico al igual que una fascinación tanatica, porque ambos, al igual que el día y la noche, prodigan vida a la vida y tiempo al tiempo.

Mientras tanto, al margen de cualquier conjetura, no olviden que los cinturones pueden determinar la distancia entre el destino al que se dirigen y el más allá. Aquel más allá que, al fin y al cabo, siempre llegará.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

CONMEMORACIÓN


A la hora convenida, puntual, Rebeca consagra con su presencia la esquina donde acordamos coincidir. Me aproximo sin que advierta mi llegada. Al escuchar su nombre se vuelve hacia mí y sonríe. Luego, puesto que hallarnos frente a la más vistosa y provocadora venta de pollos a la brasa de la ciudad resulta casi una tentación, se dirige hacia la entrada. Entonces, la detengo: le sugiero dirigirnos a otro restaurante. Ella acepta no solo ir, sino ir caminando; mientras conversamos, mejor dicho: mientras hablo.

Pero lo cierto es que más que el almuerzo me importa con creces decirle lo debido en el lugar propicio. Al llegar, confirmo que ningún lugar podía ser preferible: sentados ante una mesa del segundo piso de un local frente a la plaza Grau tenemos al alcance de nuestra vista, y más, una porción del más vasto mar del orbe. Ni más ni menos.

Pues el Bolívar, antes que un restaurante es un privilegio para la vista. Un santuario en donde más allá de lo que oferta su variada carta, además de ser el único lugar en Huacho pensado no solo para satisfacer las expectativas gastronómicas de sus visitantes, es un restaurante que -nada menos- permite ver al mismo tiempo que evita ser visto. Máxime si se trata de ejercitar el acto supremo de comer por placer, por encima de la cotidiana necesidad de alimentarse. Por eso mismo también, lo más importante que ofrece es algo superior a cualquier precio: un balcón para mirar el mar.

Pero, especialmente, esta tarde en que la tengo delante y la miro, la bahía luce hermosa. No por lo que tengo delante de mis ojos -botes y lanchas de pesca- sino a pesar de eso. Pues por ella, por esta misma bahía, en marzo de 1819, desembarcó lord Cochrane; y al año siguiente, el 10 de noviembre, el Ejercito Unido Libertador al mando del mismísimo general José de San Martín. Con todo, aun cuando se trate de un simple almuerzo, este día no es menos memorable: 18 de setiembre de 2010. Fecha exacta del Bicentenario de la Independencia de Chile.

Por si fuera poco, para hacer más propicia la conmemoración, aunque en estos momentos son apenas dos mamás que pasean a sus niños, aparecen a mi alrededor dos secretarias a quienes conozco, no de haberlas tratado sino de haberlas visto en las oficinas del Congreso. No hace falta decir nada, basta con no ignorar nuestras presencias; mientras ellas pasean distendidas, desprovistas de apremios memoriosos.

Rebeca podría ser mi hija. A pesar de su juventud, sin embargo, sabe escuchar. Más aun: sabe preguntar. Y cuando lo hace su voz guarda el rumor de un remanso lejano. Me cuenta -mientras trozo el bistec que me recomendó mi amigo Guillermo- que nació en San Marcos y que su abuela es vecina no del mar sino de las montañas, en Ancash. Le pregunto si se siente a gusto. Asiente y sonríe.

Al retirarnos, le digo que podría aparecer en mis escritos. No oculta su asombro pero tampoco dice nada. Al llegar a una esquina, del mismo modo que llegó, se va. Sigilosa y tierna. Implacable y real.

jueves, 12 de agosto de 2010

UN TROVADOR EN LA SUCURSAL DEL CIELO


José Quinteros Pérez, nació en Cajatambo. A los 38 años, trágicamente, el 9 de agosto de 2010, la colisión mortal del vehículo en que se transportaba, muy a su pesar, y de quienes lo conocieron, lo ha conducido al confín más extremo de la vida. Ha muerto de la manera más inesperada, absurda y violenta, con que se puede morir una fría madrugada en que basta un instante para poner fin a aquel otro viaje que emprendió un 16 de julio de 1972.
Entonces, ante tan grave y rotunda evidencia, quienes lo esperaban han debido retornar; y quienes lo habían visto, apenas hace unos días -durante las celebraciones patronales en Cajatambo- también debieron volver. No obstante, fue imposible hallarlo; pues, en el ataúd que contenía sus restos era donde menos se encontraba el José al que todos quienes lo conocieron se empeñaban en ver. Y es que José hizo de la amistad un culto, de la nostalgia un pedestal y del silencio una virtud.
Respetuoso, bondadoso y orgulloso; lo fue en la más justa proporción en que puede serlo solo quien ha descubierto que, con lastimera frecuencia, las carencias engrandecen y las grandezas empequeñecen. Y es que el muchacho que un día se aferro a una mandolina para amenizar su paso por este mundo, y el de quienes se aferraron a él, fue mucho más de lo que creyeron quienes pensaron conocerlo.
Sin duda, le divertía ser más de lo que esperaban que fuera. Pues aunque para sus paisanos será siempre el trovador de cuerdas vibrantes, el hijo de Juan “Shuty” Quinteros, en la memoria de la gente de Ambar (aquel distrito que hasta 1935 perteneció a Cajatambo) no es menos cierto que será siempre el serio y raudo constructor por cuyas manos se hicieron realidad las instalaciones de servicios básicos de agua y desagüé, las trochas carrozables, los canales de riego y los puentes y badenes que han transformado a “La sucursal del cielo”, (que es como gustan llamar los ambarinos a su tierra).
Ganar dinero le permitió disfrutar, amén de comodidades materiales, de lo que fue siempre su mayor patrimonio: sus amigos. Por eso la convocatoria final de su partida ha reunido, junto con sus parientes, paisanos y amigos, a personas provenientes de Ambar y otros distritos. Así, mientras habrá quien lamente la ausencia del José que no eludió ninguna responsabilidad festiva en Cajatambo, también habrá quien al cruzar el río Supe-Ambar acaso encuentre un puente que se llame José Quinteros Pérez. Pues todo eso fue el José que se fue entre los acordes de cuatro guitarras y dos mandolinas. Y es que solo por José se han vuelto a reunir todos los músicos con quienes alternó en épocas y agrupaciones diferentes.
Fui amigo del José bohemio y a la vez del José emprendedor. No ignoro que hay quienes, de una y otra parte, lo conocieron mejor que yo; sin embargo, me cabe la certeza, de que solo a mí me tocó tratar al José que empuñaba una mandolina como la extensión suprema de su ser y del mismo modo al José que portaba con orgullo un expediente técnico como su razón de ser. Y acaso, esa singular perspectiva, justifique esta evocación.
En más de una ocasión, siempre bajo el cielo de Ambar, conversamos durante horas. Con todo, a pesar de los pesares, le agradezco el súbito privilegio de volver a comparecer -por él y junto a él- ante presencias entrañables que, de manera unánime, concurren para deplorar su partida al mismo tiempo que celebran haberlo conocido. Y es que además de parientes y paisanos, solo José ha podido ostentar la envidiable fortuna de ser llorado por las más hermosas mujeres que transitan por las calles de “La sucursal del cielo”, y aun de Huacho.
Pero sobre todo, lo más digno de su partida, es que por sobre la pena ha prevalecido la gratitud. Y es por eso que José se ha ido, igual que una canción, premunido del talante estelar que solo la música hace posible alcanzar: entre aplausos que celebran su cautivante y atroz fugacidad.


http://www.youtube.com/watch?v=uukW6nAmvZQ&feature=related

sábado, 10 de abril de 2010

MUERTE AL ATARDECER




Bajo un sol esplendoroso y próximo al mar de la ciudad litoral que lo vio crecer, lejos de las nubes y de la verde maraña de su repentina inmolación, el miércoles 15 de abril del 2009 Fernando Suárez Pichilingue ingresó en la Cripta de los Héroes del cementerio general de Huacho. De está manera, al mismo tiempo que era sepultado con el grado póstumo de Mayor nacía el héroe cuyo nombre habrá de perdurar no en el silencio de una tumba sino en la cotidiana vitalidad de la memoria. Y así, en el devenir de los días por venir, los designios de su destino personal lo será también los del pueblo que en adelante le dará vida a su vida. (Por lo pronto, el 9 de abril de 2010, al cumplirse el primer año de su inmolación, se develó la placa de la institución educativa que en adelante su llevará nombre).
Sin embargo, cuando semanas antes de su violenta inmolación el My EP Guillermo Núñez Velásquez (que sería el último de sus familiares en viajar a su encuentro y luego en verlo en la sala de patología del Hospital Militar) fue a visitarlo, Fernando era todavía el hombre risueño y afable que no hubiera dudado en repetir que si los héroes eran como él no era verdad que los héroes existieran. Pues, cuando el hermano de su madre llegó a Huanta Fernando ya se encontraba en el “monte” y nada hacia presagiar que, por encima de las dificultades, la hora suprema estaba cerca. El momento inexorable en que huir o morir era cuestión de un instante. Un instante que se vuelve eterno cuando un capitán avanza contra la misma muerte.
Un hombre puede ser vencido, decía Ernest Hemingway, pero nunca destruido. El día fatídico (09/04/09) treinta soldados, divididos en dos patrullas, se abren paso en la espesura sepulcral del bosque. Fernando -contra lo previsto- ocupa el segundo lugar de la fila. De pronto, cuatro explosiones simultáneas desencadenan la cacería mortal. Son alrededor de las cuatro de la tarde. Fernando no huye, contraataca. Intentan doblegarlo, escucharlo implorar por su vida pero contra lo que aguarda la horda decide mirar de frente a la muerte. Y así, aun vencido, vence, y junto con él doce soldados, sucumben en la soledad brutal de aquel Jueves Santo del 2009. Lo paradójico y perturbador, no obstante, no es lo sucedido sino lo que debió suceder: aquel día era otro capitán el destinado a conducir la patrulla. Sucedió que al comparecer aquel camarada antes sus ojos en condiciones nada combativas, conmiserativo y cordial, Fernando no dudo en decirle: “Pinche, ahora vas aprender de tu maestro y guía”
Hecha pública la noticia de su caida y trasladados sus restos a Huacho, el velorio reúne personas y recuerdos. Sin proponermelo, al final de la noche soy el único civil en pie junto a los integrantes de la Promoción 106 “Héroes del Cenepa” de Infantería del Ejercito. César Linares, también Capitán, que compartió operativos con Fernando comparte ahora sus evocaciones conmigo. Se trata de otro militar que en ocasión similar fue dado por desaparecido -igual que Fernando en un primer momento- hasta que resurrecto para sus familiares y amigos, lejos de atender sus ruegos, volvió a la brega. Con la paradojica salvedad que de enfrentar la muerte pasó a rendirle honores. Pues destacado como integrante de la unidad protocolar de pompas fúnebres de las FFAA a diario su labor consiste en organizar y participar en las ceremonias funebres de los oficiales que parten con la discreta resignación del deber cumplido. Pese a aquella familiaridad, oficiosa y cotidiana, con la muerte lo que menos esperó el capitán Linares es tener en sus manos un documento que confirmara la muerte en acción de su amigo y camarada de confidencias, riesgos y patrullajes; todo lo cual, a decir verdad, fue para él como enterarse de su propia muerte.
Pero sucedió lo inexorable, en un territorio en conflicto contra el narcotráfico y el fanatismo armado denominado VRAE (que quiere decir: Valle de los ríos Apurímac y Ene) que comprende una jurisdicción de cinco provincias y una población de más de 300 mil habitantes en un desolado paraje del cerro Ccompata (caserío de Sanabamba, distrito de Ayahuanco, provincia de Huanta), al atardecer del Jueves Santo del 2009 el capitán Fernando Suárez y sus soldados fueron emboscados y asesinados (“entre pájaros y árboles” igual que en el premonitorio poema de Javier Heraud) mientras 44 por ciento de mujeres y hombres de esas cinco provincias continuaban sobreviviendo en la pobreza y el olvido más extremo y el lucro más despiadado (que motiva las más de 15 mil hectáreas de cultivos de coca que se convierten en cocaína). Pobreza que hiere el cuerpo (51% de desnutrición) y el alma (30% de analfabetismo) de su gente no menos que los disparos y las balas que sirven incluso de infame argumento homicida. Entonces, solo entonces, en aquel escenario, complejo y viceral, se entiende las exactas palabras con que los capitanes Suárez y Linares se despedían al momento de desafiar los montes y los abismos: “Hasta pronto promoción: ¡Nos vemos en el Infierno!”.

lunes, 15 de febrero de 2010

BARBARA HABERSTOCK‏: ENTRE MARES Y LAGUNAS



La profesora Bárbara Haberstock nació en la ciudad de Sonthofen (Alemania) en 1946. Y fue allí, en las clases escolares de geografía que, siendo aun adolescente, la impresionó saber que en los andes del Perú se encontraba el lago más alto del mundo. Fue así que en 1986, al cumplir los cuarenta, decidió entusiasmada enrumbar sus vacaciones hacia América del Sur. Recorrió Ecuador, Perú y Bolivia. Sin embargo, no fue el lago Titicaca sino una inesperada laguna en Sicuani (Cuzco) lo que en verdad la cautivó. Una laguna con una islita al centro donde florecía la flor de sus secretos. Su santuario personal. Pues, según recuerda, desde la primera vez que lo visitó no hubo lugar más suyo ni espacio más entrañable al que anhelara volver siempre.
De manera que su regreso fue un hecho tan extraño e inevitable para quienes la vieron partir del mismo modo que lo fue para quienes la vieron llegar dos años después, en diciembre de 1988. A pesar que en el Perú se vivía a salto de mata Barbara no se intimidó, permaneció un año en Churín y dos en Oyón. En total fueron tres años de colaboración con la organización católica Caritas. Tres años realizando labores pastorales y de apoyo social entre los clubes de madres y las comunidades campesinas de la provincia de Oyón. Tres años en los que atraída por la religiosidad popular de los peruanos se involucró de tal manera que pronto “la hermana Bárbara” (como empezaron a llamarla) aprendió no solo a bailar huaynos sino hasta chacchar y brindar dando pago a los Apus. Finalmente cumplidos los tres años volvió a su país, pero solo para renovar su contrato por dos años más.
Sin embargo, muy a su pesar, por motivos que piadosamente prefiere ignorar, a su retorno decidió optar por nuevos rumbos. Para comenzar descendió de las cordilleras hacia una vecina ciudad litoral de las provincias de Lima: Huacho. Se instaló en una casa que daba al frente de un colegio especial, y pronto la presencia cotidiana de aquella vecindad, despertó la preocupación docente de “la hermana Bárbara”. De modo que casi enseguida pasó a colaborar en la parroquia “Divino Maestro” de Huacho y con el colegio especial. Pero asimismo, casi de inmediato, por muchos esfuerzos que despliega, siente, no sin frustración, que su contribución es insuficiente e infructuosa y que más que colaborar urge establecer un modelo a seguir. Es decir, constituir una realidad concreta que hable por si sola con la elocuencia de los hechos.
Así abre sus puertas, con el decidido respaldo y la generosa complicidad del sacerdote parroquial de Huaura, el padre Andrés, y de la presidenta del club de madres, un día de 1993, el colegio especial - verdaderamente especial- “San Francisco de Asís” en un modesto local prestado y puesto al servicio de familias básicamente campesinas del distrito histórico donde surgió el estado peruano. De forma que ese mismo estado al año siguiente, a través de su representante local: la Ugel 09, hace entrega al colegio especial de un terreno con apenas dos aulas a medio construir. Y a partir de allí con el apoyo del órgano estatal de obras locales (Foncodes) y la donación de recursos extranjeros el descampado con dos aulas pasó a transformarse, en breve tiempo, en un flamante colegio equipado instrumentos didácticos traídos de Alemania. Para lograrlo fue indispensable poner a prueba el desafiante esmero de su fundadora, que ni siquiera cuando le exigieron organizar la inauguración con la fugaz presencia del presidente de la república aceptó hacerlo, en tanto la construcción no estuviera concluida ni todos los recursos cooperantes invertidos. Tanto que el “San Francisco de Asís” celebró su inauguración cuando lo decidieron así la férrea Bárbara y sus disciplinados colaboradores.
Erigida la escuela, 1996 Bárbara vuelve a Alemania y retorna luego de renovar su contrato una vez más. En 1998 asume la dirección del Proyecto de Integración, que forma parte de un convenio entre los gobiernos de Alemania y del Perú que busca enfrentar los problemas de aprendizaje dando atención exclusiva a los alumnos involucrados. De modo que la integración orienta su énfasis en capacitar a los alumnos con dificultades para que puedan continuar su aprendizaje normal. Esa experiencia piloto se aplicó en el ámbito de la Ugel 09 al mismo tiempo que el colegio especial “San Francisco de Así” se trasformaba en lo que desearíamos fuesen todos los colegios a cargo del estado peruano.
Pero una vez más en el 2001, muy a su pesar, llamada por el gobierno de su país después de 11 años de permanencia en el Perú, pero sobre todo, de 11 años al servicio al Perú, Bárbara regresó a Alemania para cerrar en julio del 2006 un singular ciclo de 37 años de actividad docente al servicio de su país y del nuestro.
Coherente con su trayectoria y fiel a sus convicciones desde el 2004 preside en Alemania la asociación “Ayúdame” y en el 2008 ha vuelto para dar nacimiento oficialmente -siempre en Huaura- a un nuevo colegio especializado en acoger alumnos con problemas de conducta y de aprendizaje cuyo nombre, no podía ser más justo y preciso, es simplemente “Santa Bárbara”. De manera que Bárbara, es madre de dos hijos. Dos hijos que viven por ella y vivirán con ella.
Sirvan pues estas palabras que evocan su trayectoria ocasión propicia para saludar también no solo a la profesora alemana sino a la andariega gourmet que un día conoció Cajatambo y probó un mate con Pari para no olvidarlo jamás.