martes, 9 de noviembre de 2010

TANTAS VECES CHURIN


En el verano de 1825, William Tudor, primer representante de los EEUU ante el naciente estado peruano, desembarcó en la bahía de Huacho con el propósito de, a partir de allí, emprender una ardua travesía que lo conduciría a través de valles, quebradas y gélidas cordilleras al asiento minero más vasto y legendario de la historia peruana: las minas de Cerro de Pasco. Con ese fin, portando la acreditación firmada por el ministro de gobierno y con el apoyo del gobernador de la villa, mister Tudor tomó en Huacho en alquiler once mulas; y asimismo, para hacerse cargo de la recua mular, contrató los servicios de cuatro arrieros. Antes de partir, se dio tiempo incluso para hacer algo que en estos tiempos resulta un ritual imprescindible: visitar la campiña huachana.
Ciento ochenticinco años después, el 5 de noviembre de 2010, con ocasión de conmemorarse el aniversario 25 de la creación de la provincia de Oyón, también desde Huacho, he ocupado el lugar que me corresponde en la minivan (que sustituye a las mulas) para emprender el mismo recorrido que siguió el diplomático estadunidense en 1825. Lo he hecho de la forma actual, rutinaria y anodina, con que a diario decenas de personas en menos de tres horas se trasladan por una ruta que a mister Tudor le ocupó días trajinar.
No obstante, en ningún momento de aquel sinuoso y ascendente desplazamiento, he
dejado de tener presente las palabras del viajero norteamericano. Todo lo contrario: el verdadero viaje consiste para mí no tanto en llegar a Churin sino en evocar aquella memorable y poco conocida travesía. Más claro: mirar lo que vio. Y todavía más: recrear su visión. En consecuencia, se trata de mirar a través de sus palabras la apacible extensión del valle para internarse enseguida entre los agrestes recodos que separa la ciudad litoral en que desembarcó de aquella, entonces, remota aldea  que se eleva por sobre los dos kilómetros, rodeada de  macizos montañosos. Se trata, sin duda, de los mismos cerros que entrevió mister Tudor. Por eso, cuando menos, resulta ineludible no sorprenderse por la manera en que era posible desplazarse hacía el verano de 1825. Temporada, la del verano litoral, en que Churin, hoy del mismo modo que ayer, se cubre de nube y lluvia. Culpable lo pienso, mientras sonoro y confortable, el rodado se abre paso veloz entre la tierra y la roca.
Pues se trata de los mismos ondulantes y agrestes confines, por los que súbditos y regentes del gobierno incaico hicieron camino arreando piaras de acrobáticas llamas, que luego cedieron paso a tropeles ecuestres de españoles. Pero el episodio más preciso y memorable provenga acaso de los días de la independencia, cuando luego del triunfo de la batalla de Cerro de Pasco (6/12/1820: aquella en que el oficial monárquico Andrés de Santa Cruz, oriundo de Bolivia, cae prisionero para, converso a la causa patriota, quedar consagrado como artífice de la unidad entre Bolivia y Perú).

Español por nacimiento, patriota por convicción, el coronel Juan Antonio Álvarez de Arenales, comanda la tropa que derrota y hace huir al brigadier, de origen francés, O´Rely, que en su desesperada fuga, apenas unos días después, hambriento y acosado, ser capturado por los indios insurgentes del pueblo de Oyón que lo conducen al cuartel general de Huaura, comandado por el mismo general San Martín.
Todo eso, y mucho más, sucedió aquí; pero el acontecimiento mayor que convoca mi atención proviene de unas cuantas paginas manuscritas en ingles, que relata aquel viaje que, junto con otro amigo, emprendió mister Tudor en 1825. El mismo que legó impreso, de su puño y letra, al sacerdote anglicano H. Salvin, quien luego la publicó inserto a su propio diario. Entonces, en virtud al reposo postrero de sus palabras, este viaje es más que un traslado motorizado para ser historia y memoria. Pues, con no menos certeza ni rigor que la carretera que nos lleva desde Huacho hasta Oyón, existe aquella otra, edificada por signos, que me lleva directo hacía los días iníciales de 1825.
Para Panchita será siempre el edén perdido de su infancia insobornable. Para Manuel el refugio inolvidable de su rauda juventud. Para Pauish el reino encantado de su resignada vejez. Para todos Churín es –igual que Ítaca- algo más de lo que es: un pueblito de aguas mágicas poblado de historias y hospedajes.
No lo fue menos cuando Mr. William Tudor, luego de vencer estrechos y escabrosos senderos, el martes 8 de febrero, al retornar de Cerro de Pasco, escribió deslumbrado -a pesar de la discreta apariencia que lo rodeaba- estas explícitas palabras: “Llegamos a la Chimba a las tres de la tarde y me dirigí de inmediato a tomar un baño. He mencionado anteriormente que en la aldea gemela de Churín (o, de acuerdo al lenguaje indio, el hijo de la Chimba, que es el significado de Churín), hay un notable manantial que emerge de la montaña caliza, el cual ha formado grandes depósitos acumulados de cal y estalactitas. El agua forma una corriente capaz de mover dos molinos. El baño ubicado allí por el señor Miralles está debajo de una pequeña cabaña con murallas de piedra y techo de paja; consta de una gran taza de diez pies cuadrados y cinco de profundidad, excavada en la roca. El agua tiene la exacta temperatura de la sangre y es tan pura y transparente que, parándose dentro, uno puede ver los poros de la piel tan fácilmente como en su mano. El agua se renueva constantemente. Empleamos una hora en este baño que supera en lo agradable a cualquier otro que haya jamás gozado. Cualquiera viajaría alegremente a caballo un día para bañarse allí pero está aislado de Lima por los desiertos de Chancay y la desolada quebrada de Sayán”.

Un siglo después, con la invención de los vehículos a motor y la construcción de carreteras, la entusiasta y categorica previsión de mister Tudor se ha hecho realidad hasta la exageración: la remota y desolada aldea se ha transformado en una pequeña ciudad erizada de construcciones que abarcan la orilla del rio hasta la pendiente de los cerros. Atraídos por los efectos curativos de sus aguas y la quietud complice de su cada vez más breve lejanía, la pequeña aldea indígena ha devenido, de extremo a extremo, en un solo gran hospedaje, colmado de forasteros, gozosos y banales; no menos artificiales que las luces que los alumbran. Por eso, apenas al llegar me invade una mezcla de simpatía y al mismo tiempo de piedad; pues aunque sobren las construcciones, hace falta algo más que moles para conquistar el presente.
Camionetas de reciente manufactura, relucientes de barro fresco, cruzan con igual frecuencia que motos transpotadoras de tres ruedas; ocurre que del mismo modo que aguas candentes las entrañas de los cerros de Oyón guardan ingentes vetas minerales (que cada vez cotizan más en el mercado internacional). “Perú de metal y melancolía”, escribió Federico García Lorca. Parado en una esquina en Churín basta un instante para corroborarlo.