domingo, 18 de diciembre de 2011

LA NOCHE ESTELAR DE CARMEN GUTIÉRREZ

La noche del 12 de noviembre de 2011, los amigos, familiares y paisanos de Carmen se reunieron para escucharla, hasta el amanecer. Con los auspicios de Pilar y Juan, el lugar elegido fue la “Peña Yawar”. De manera que, también, el grupo femenino “Andina”, dirigido por Pilar Reyes, se hizo presente para amenizar el intermedio del estreno solista de Carmen Gutiérrez en Lima.


Hija de, no una, sino dos familias de genuina estirpe musical (los Gutiérrez y los Cordero) Carmen, fue una niña prodigio del canto en su ciudad natal: Jauja. Aunque nunca se apartó del canto, en cambio si lo hizo de los escenarios, al casarse y asumir luego la responsabilidad de ser madre de Silvana y Sebastián; pues, por decisión voluntaria, la madre y esposa se impuso a la cantante. No obstante, aunque soterrado y ausente, el canto nunca dejo de estar presente en su vida.


De manera que la Carmen que vimos y oímos aquel sábado era una Carmen que más que aparecer, reaparece. Sin embargo, aquella Carmen que vimos y oímos era, hasta para sus más íntimos, una Carmen que desconocíamos. Y es que, ante todo, aquella Carmen demostró que el canto más que voz es alma. Que el silencio dice y la espera acerca. Que asimismo, el repertorio es a la voz lo que el recuerdo a la memoria. En fin, que el tiempo, no solo pasa, sino cuenta y canta.


Una tregua fecunda y profunda, que, en el caso de Carmen, revela una serena y segura asunción del canto más que como espectáculo como una celebración y homenaje a la vida. Por eso, ver y oír a aquella Carmen cotidiana, risueña y jovial imponiendo el temple fastuoso de su voz y de sus ganas de cantar, nos hizo sentir -a quienes la conocemos y queremos - orgullosos y privilegiados. Pues, por derecho propio, los atributos de Carmen no son solo ya de su pueblo, de sus amigos o familiares, sino de todos aquellos que, sensibles a sus designios melódicos, a partir de ahora elegirán su voz para conjurar la soledad o el silencio.


Cierto día, frente a un escaparate con libros, coincidimos con Walter Salazar en el campus de San Marcos. Atendiendo mi sugerencia, Walter decidió llevarse la obra más celebrada de García Márquez. Así nació nuestra amistad: con “Cien años de soledad”. Pues, más que el interés por el derecho -facultad de la que éramos ingresantes- nuestra amistad se cimentó en una definida, y reciproca, fascinación por la cultura. Por eso, por que ser abogados no era lo difícil sino atreverse a no serlo, optamos por ser lectores; lectores que escriben y trabajan. Acaso, incluso, hasta el fin de sus días. En ese devenir, un día -por cierto, sin mi mediación- Walter eligió a Carmen, o más bien: al revés. Se casaron en Jauja, pero decidieron vivir en Lima. Un día Walter me invitó a visitarlo para presentarme a su conquistadora. Luego de almorzar en una azotea de Los Olivos, me retiré consternado y convencido de que el matrimonio, contra lo que se cree y teme, puede ser una dimensión superior de la existencia. Esa fue la certera impresión que tuve al ver a Carmen y a Walter juntos. Nunca lo olvidé ni lo olvidaré.


Dulce y tenaz, piadosa y enérgica, elegante y sencilla, Carmen es una mujer que, en el canto como en la vida, ha sabido distinguirse y erguirse ante las dificultades y adversidades que han amenazado su categórica pasión por la música y por la vida. Por eso, en su casa de acogedoras tinieblas podían, en ocasiones, reinar las sombras pero jamás estar ausentes la música y la poesía. Así nacieron y así se criaron Scarlett y Sebastián: rodeados de libros y diálogos que remitían al reposo de sus páginas.


Es esa Carmen, maternal y arrolladora, que el sábado 12 concentro en la orbita de su voz una concurrencia, no por amistosa, menos ávida de constatar que estar allí, en torno a una mesa, mas que una muestra de apoyo y adhesión a una vocación insobornable, era apostar a un encuentro con lo más riguroso y maravilloso que guarda la vida: el arte. No se equivocaron quienes así pensaron, pues, más que cantar lo que hizo Carmen fue interpretar; compartir, bajo el tamiz de su voz, los tesoros sonoros de su espíritu. Fue por eso mismo, más que justo y merecido, que Carmen dedicara una de sus más bellas interpretaciones a Walter, su cómplice y discreto mentor. Y es que Carmen es la voz y Walter la palabra. Mejor matrimonio no podía haber.


Aunque se podría decir muchas cosas más, solo cabe ponderar que Carmen, a decir verdad, aquella noche no hizo otra cosa que elegir las canciones que han amenizado su existencia para compartirla y tributarla a sus amigos y seres más queridos. Pues lo demás, que mas da, el tiempo lo dirá.






miércoles, 24 de agosto de 2011

KAILAMI: CAJATAMBO 2011



Julio 30
Viajamos por la ruta del valle de Huaura y Churín. Mientras rueda rauda la minivan que nos transporta pienso en el viaje de William Tudor, el primer representante norteamericano, que en 1825, con once mulas y cuatro arrieros partió desde Huacho hasta Cerro de Pasco.
A las ocho de la mañana llegamos a Churín. Resulta que la comarca en donde mister Tudor, de regreso, tomó un baño dentro de una choza de piedra con techo de ichu, está colmada de gente y vehículos, tanto que cuesta encontrar un lugar para aparcar.
A mediodía, sobre los cinco mil metros de altura, descubrimos la primera compensación de la ruta: la laguna de Quepog.  Con la reverberación de la luz sus verdes aguas, impulsadas por el viento, semejan pequeños espejitos flotando sobre su superficie.
A media tarde comienza el  zigzagueante descenso que nos conduce hasta el ruedo portátil.
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Noche fantasmal: Astobamba en tinieblas. En la oscuridad, después de cruzar los dos puentes, me despido de Denis, mi primo. Camino a tientas y a tientas abro el candado. Acierto. Cruzo el patio empedrado. Escucho voces. Desde el balcón del cuarto veo aparecer a un par de muchachas con sus linternas; de seguro, pienso, son hijas del tío Jesús. Las saludo y las veo desaparecer en la negrura de la noche.
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Duermo en la habitación de Mí Gordita. Las frazadas generosas me amparan igual que el recuerdo de mi madre. Al despertar, atrae mi atención sus blusas y su sombrero; el sombrero de paja con cinta negra que usó siempre. Silenciosas lágrimas responden a mi mirada. Lloro, mientras afuera,  en la calle, oigo alegres voces que se saludan. Más que pena siento melancolía, es decir, una extraña y sombría alegría.

Julio 31
Salgo a la calle y comienzo con los saludos a las tías y a los tíos, a las primas y a los primos, pues casi todo el pueblo conforma -en cierta manera- mi familia. En la esquina una palla me invita a bailar, le agradezco pero rehúso. Ganas no me faltan. Una de las primas de mi madre, a quien no veo de años,  me da el primer pésame.
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Me encuentro con el tío Jesús y su esposa. Me agradece por la casa. Me complace oírlo. No menos saber que a aquel tío que partió para dedicarse a la construcción es quien ha hecho posible la más significativa donación personal en la historia de la comunidad de San Juan de Astobamba: un templo nuevo para el pueblo. Por eso, en compañía de sus cinco hijas y sus tres hijos ha regresado para celebrar la festividad patronal que este año, en el 2011, les corresponde a los comuneros de Astobamba.
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Resulta que la bella palla que me invito a bailar es hija de Dorila, pues, apenas me vé, me la presenta. “Esa bandida – recuerdo que mi madre acostumbraba decir – solo tiene hijas guapas”.
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Al frente del dormitorio de mi madre una casita, que casi siempre encuentro  cerrada, esta vez me sorprende con su ventanita abierta. Por si fuera poco, no sin emoción, recibo el saludo  y las condolencias de su dueña: Reyna Gaitán. Reyna es enfermera  y hasta donde recuerdo, se casó en esa casita. Me invita a tomar desayuno. En consecuencia, resulta para mí todo un acontecimiento franquear aquella puerta. Más aun, cuando me habla en quechua. Su calidez y su cariño me abruman. Entonces, pienso, que acaso la verdadera fiesta es este íntimo goce, que procura el volver, más que el ver lo que ocurre en la calle.
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A mediodía tres camionetas enrumban con destino a Lima. Desde el balcón de la casa que construyó mi abuelo los miro partir. Cuando se van, una botella de pisco y otra de vino es todo cuanto me queda en esta vieja casa. El pisco lo dejó Iván y el vino una de sus hermanas. Son mi consuelo. Apenas los conozco unas horas, pero me apena verlos partir. Pues aunque volvamos por unos raudos días, este es el pueblo en donde nuestros abuelos pasaron su vida entera, y por eso mismo, la sangre que nos une nos unirá también la vida entera.
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Al cruzar la puerta de metal  - que se encuentra al lado de la vieja capilla comunal- me recibe la sonrisa acezante de Alina. “Vengo a ver a mí otra mamá”. “Allí está tu otra mamá”. Doña Amelia me recibe con tal cariño que, por un momento, creo estar en mi casa y junto a mi madre.
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A diferencia del año anterior, ingreso para ver la faena (con resignado entusiasmo, a decir verdad) y encontrarme (con genuino entusiasmo, por cierto) con los amigos que solo la celebración procura. Con todo, aun cuando esta vez no tenga que decir nada ante el público, repentinas e insospechadas palabras, imposibles de olvidar vienen a mí. Las escucho como si fuera no yo sino otro su destinatario: “En España y en Colombia he leído todo, absolutamente todo lo que has escrito y hoy quiero agradecerte y felicitarte”. “Señor Reyes, ¿así que usted descubrió el huayno cajatambino en una cantina del centro de Lima?”. “Eres un referente para tu familia y un motivo de orgullo para tus paisanos. Lo he dicho siempre y lo seguiré diciendo”. “No César, tu eres un intelectual. Y de los buenos”. Cierto, o en broma, creo que a mi madre le hubiera divertido enterarse. Tan evidente me parece que mientras miro al ruedo, desparecen el toro y el torero.

Agosto 1
La espero hasta casi desesperar. Otras veces, era ella quien me esperaba. Cuando al fin aparece descendemos por el camino empedrado que conduce al puente para, enseguida, subir la cuesta que siempre cuesta ascender. Con el resplandor del crepúsculo miro su perfil anhelado que cada año vuelvo a ver. Esta vez dedico más atención a su presencia, con todo resulta inútil. Sea como fuera no deja de ser hermosamente paradójico haberla perdido sin haberla tenido.
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Apenas llegó al local comunal de Ticticoto convertido, para la ocasión, en sala de recepciones, un mate con pari ameniza mi conversación con dos muchachos que lucen blancos sombreros. Son hijos de Jesús Márquez, el afamado chalan de Cajatambo. Al igual que su padre, ambos muchachos  dedican su juventud a hacer presentaciones ecuestres en las festividades para las que los contratan. Me comentan que irán a Ambar. Me complace saberlo.
Al salir al patio, bajo un toldo y en torno a una mesa, encuentro a don Máximo Minaya rodeado por su familia. Ninguna ocasión podía ser más grata ni más propicia para saludarlo: es el día de su cumpleaños. Dos bandas de viento -una de Cajatambo y la otra de Yarowilca- amenizan la reunión, y más allá, decenas de árboles de eucaliptos la mirada. El homenajeado lo advierte y lo celebra: “Qué bonito lugar es este, ¿no?”. “Sí, muy vistoso –digo, y mirando a Marlene, su hija, termino por decir- un privilegio de la vista”. Ella, insensible y ufana, ni siquiera me mira. Pero al verla bailar nada me parece tan grato de ver.

Agosto 2
Al caer la tarde, igual que cuando era niño, enrumbo hacia la plaza.  Al llegar, me impresiona su soledad, pero no me sorprende: es día de ofrenda. La fiesta termina. Casi todos los astobambinos están, así se dice, en la banda. Solo el sargento Guerra deambula por una esquina. Mientras lo saludo atrae mi atención la aparición de una pareja junto a una camioneta detenida en la puerta de la tienda de Irene (la única chichera que queda todavía en Astobamba). Al reconocerlos camino hacia ellos. Se trata de Keyla, la más guapa de mis primas, y de Pedro, su marido, hijo de una de las más entrañables amigas de mi madre. Al reunirme con ellos siento un recóndito regocijo familiar, tanto que Pedro se entusiasma cuando me oye hacer mención de Gaby, su cuñada. “¿Pero no pasa en nada, no?”. “Al contrario,  hoy más que nunca, ese capítulo de mi vida va a comenzar” “¡¿En serio?!”, Pedro se entusiasma. Festeja con hilaridad mientras Keyla, asaltada por un súbito rubor, se limita a decir: “Yo no he escuchado nada, por si acaso”.
En eso, aparecen la tía Emicha y el tío Antenor, los suegros de Pedro. Puesto que la novedad de estos días es la edificación de la nueva iglesia de Astobamba, los tíos se animan también a curiosear. Cuando regresan no encuentro mejor comentario que decir que la iglesia está tan linda que hasta sería capaz de casarme con tal de estrenarla. Pedro delira mientras sus suegros sonríen.

Agosto 3
Durante la mañana me visita Daniel, mi primo. Luego de tratar los pormenores convenimos el usufructo de las chacras de mi madre. Conversamos en la cocina, junto al fogón frío y solitario, en donde mi madre, tantas veces, procuró sabores inolvidables; no solo a sus hijos. (Su primo Jesús Lavado no olvida la ocasión en que lo buscó para decirle: “Primo, me enteré que habías llegado y he venido a buscarte para que te acerques a la casa a almorzar”. Cuando llegó, el primo debió dar curso a un plato de laguita con cancha y  otro de pachamanca al fogón con papás arenosas).
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Bajo un sol radiante, y no sin nostalgia, vuelvo a cruzar la puerta de metal, esta vez para despedirme; pues el buen Pedro, con el entusiasmo de propiciar la unión familiar, me ha reservado un espacio en su reluciente rodado.
Vestida completamente de negro, sentada en la vereda del patio, rodeada de rosas, me recibe Shiva. Al verme llegar me sonríen no solo sus labios sino también sus hechiceros ojos verdegrises. Me deslumbra verla y me conmueve oírla. Pues bajo el fulgor radiante de la mañana, enfundada en una ceñida licra, su presencia resulta tan seductora y tan cegadora como la del mismo sol que nos alumbra. Pero al mismo tiempo, al escuchar la ternura y la emoción con que evoca a su padre constato que el dolor que yo siento por mi madre es semejante al suyo, y a la vez, una coincidencia no menos gratificante que la amistad de nuestras mamás. 
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Sentado sobre un pellejo, en la morosa quietud de la tarde, la camioneta de Pedro hace su aparición. Entonces, con la misma discreción y emoción con que llegué, me despido de Empi, la más joven de mis tías.
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Inolvidable amazona docente, con la luz dorada del atardecer iluminando su hermoso rostro, igual que una joya, perdura en mi memoria la circunstancial y fugaz visión de Keyla regresando de Utcas sobre un brioso corcel. Al verla –cómo olvidarlo – solo atiné a saludarla; pues, ella simplemente volvía, pero era poesía lo que hacía.  Entonces entendí aquel poema que, hasta entonces, nunca entendí: “La flor es sin por qué/ Florece porque florece”.
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En lugar de dirigirnos directo hacia Huacho ingresamos a Utcas.  Más que llegar a otro lugar fue como llegar a otro tiempo. Más aun cuando el ómnibus que presta servicio al pueblo y a las comunidades vecinas, despedía a sus últimos viajeros.
Utcas es la comunidad campesina que produce el más agradable maíz de Cajatambo. De manera que, apenas al llegar, mi tía y mis primas piden una arroba del grano tan preciado para cada una. Pienso que mi mamá haría lo mismo, entonces pido también  mi arroba. Pero no solo un magnifico maíz se encuentra en Utcas sino además la gracia sonora y jubilosa, viva y tenaz, secular y cotidiana del quechua. Las mujeres conversan y ríen hablando en quechua. Es más: no las inhibe ni les molesta nuestra presencia, al contrario, les divierte. Al ver a mi tía y a mis primas comprando cuyes y gallinas, comprendo que sienten reciproca gratitud. No menos Keyla al saberse reconocida y recordada. “Qué más quieren -comento durante el viaje- a los utcanos les tocó la más guapa profesora de Cajatambo”. Keyla ríe y dice: “Primo, me la voy a creer, ah”. Todos saben, Pedro más que nadie, que no exagero. Por si fuera poco, a la salida del pueblo a Keyla le espera una última porción de maíz, que contiene granos y afecto; lo recibe de manos de un profesor que es a la vez su compadre.
Al llegar a una curva se nos presenta, otra vez, ante nuestros consternados ojos Cajatambo. La miramos, envuelta en sombras, con nostalgia y afecto, pero aunque parezca que nos vamos nos consuela saber que solo nos alejamos. Pues aun después de llegar a Huacho, ó, precisamente por eso mismo, sé, mi corazón me lo dice, que este viaje no acaba sino de comenzar.


domingo, 14 de agosto de 2011

AMBAR, SUCURSAL DEL CIELO

                                
                                                                                 Para Moni Pili, con afecto


 Dicen que la hora más deslumbrante del día llega cuando el sol se va, y sin ninguna duda, el fulgor dorado del atardecer en ningún lugar reverbera con más intensidad que en las laderas del Valle de Ambar. Por eso se llama Ambar. Cuenta la leyenda que fue Gonzalo Pizarro al pasar por la quebrada de Ayllón, quien la nombró así. Sea quien fuera, el conquistador o algún anónimo mentor, no hicieron sino patentizar el impacto ineludible de hallarse en un pueblo situado en el curso mismo del río que, hace cinco milenios, dió  vida al surgimiento de la civilización más antigua de América: La ciudad sagrada de Caral.


Con una población que rebasa los 3 mil habitantes, ubicado a 2 mil msnm, Ambar es uno de los 12 distritos que conforman la provincia de Huaura. Escindida de la jurisdicción provincial de Cajatambo en 1935, su adhesión fue consecuencia de la construcción de la carretera que lo une con la ciudad de Huacho. No obstante, traspuesto el umbral del siglo XXI, Ambar no ha perdido su esencia agrícola y ganadera, al contrario, la ha afirmado: no solo produce los quesos  más apreciados por la población huachana sino que se ha convertido en el distrito con más plantaciones de duraznos de la región Lima.

Sin embargo, con la construcción de la carretera, Ambar conquistó la modernidad, dejó de ser un pueblo típicamente serrano: sin quechua ni comunidades campesinas (al menos por un tiempo). Con todo, la pasión por el huayno no murió jamás. Incluso, aun ignorando su significado, el canto tradicional durante los rodeos, conserva todavía expresiones quechuas. Por eso mismo, no deja de ser lamentable y paradójico que un pueblo tan laborioso y tan alegre, ante la orfandad de contar con un acervo vernácular propio, deba resignarse a las monótonas trivialidades ajenas a su tradición.

Son más de 400 mil plantas de duraznos de la mejor calidad que reverdecen en las parcelas y las laderas de Ambar. Miles de plantas no solo de duraznos sino de chirimoyas y paltas que, al igual que la carretera, no llegaron por casualidad sino gracias al emprendimiento de su gente. Mujeres y hombres, tenaces y laboriosos, irreverentes y jocosos. Pues mientras en no pocos pueblos del Ande, por desgracia, el motor de las faenas es el alcohol, en Ambar, felizmente, en cambio, lo es el humor. De manera que, bien podría ser la consigna de los agricultores ambarinos, esta exacta afirmación: ni una gota en la chacra, torrentes durante la fiesta.

Pese a todo, aunque abunden los duraznos, las chirimoyas y las paltas, Ambar padece la orfandad de lo que en otros tiempos tuvo: músicos propios. Más precisamente, virtuosos guitarristas. Acaso aquella remota nostalgia lleva a decenas de ambarinos a alternar, y sentirse como en su casa, en las fiestas que los cajatambinos residentes en la ciudad de Huacho organizan cada año. Y es que aunque Ambar desde 1935 pertenece a otra provincia, cultural y afectivamente sigue gravitando en la órbita de Cajatambo. Por eso, aunque su población haya alcanzado pleno empleo en los campos fruticolas, las ambarinas y los ambarinos no han dejado de tener presente y ni echar de menos la prosa y la prestancia de saberse cajatambinos.
Tan presente sigue el legado cajatambino en Ambar que aún perduran y permanecen en ella dos familias de genuina raigambre cajatambina: la familia Quinteros Solórzano y la familia Reyes Villanueva (a la que me honro en pertenecer y poseer Lascamayo, entre dos ríos).
Precisamente, honrando y retribuyendo aquel legado, el de los ambarinos que, con orgullo y gratitud, nunca olvidaron saberse cajatambinos, sea propicia la ocasión para evocar y rendir homenaje a la memoria de César Meléndez Sifuentes, conductor y propietario del inolvidable “Expreso Ambar” que unió Ambar con Huacho por casi medio siglo y para quien no había más ni mejor música que la de los acordes de la guitarra y la mandolina cajatambina. Igualmente, comparece en el pedestal de mi nostalgia, la presencia cordial de Manuel Solórzano, ex alcalde y virtuoso guitarrista que secundó a una de las voces más legendarias del huayno cajatambino a su paso frecuente por Ambar, el canto y el encanto de David Reyes Ballardo. También concurre a esta cita de la memoria, la gracia risueña y dulce de Lilia López, agricultora y ganadera, a quien un repentino derrame cerebral sorprendió mientras portaba en su bolso una grabación de Iván Salazar y su grupo “Horizonte Andino”.

Habida cuenta que desde 1935 mucha agua ha corrido bajo el puente, tan solo cabe mencionar que en el transcurso de la primera década del siglo en curso, Ambar experimentó una notable transformación con la construcción de las trochas carrózables que cubren en la actualidad todos los poblados y los principales centros de producción. Esta labor, durante los dos periodos municipales precedentes, estuvo liderado por un alcalde de descendencia cajatambina, Rubén Fuentes Rivera. Pero a su vez su ejecución, recayó, literalmente, en las manos de un experimentado maquinista de la comunidad de Utcas, Liborio Ayravilca. Asimismo, en cuanto a las gestiones, no pocos desvelos le corresponden a Jesús Coronado.



En ese contexto, amistoso y fraternal, hizo su aparición en Ambar un joven y pundonoroso constructor de obras civiles, José Quinteros Pérez. Otrora músico integrante del grupo “Renacer Cajatambino”, empero, el José que llegó a Ambar fue aquel José que en base a pundonor y caballerosidad se ganó el respeto y el aprecio del pueblo ambarino. Tanto así, que exactamente el 9 de agosto, al conmemorarse el primer año de su trágica desaparición, recibí el expreso encargo de Lucio Alor, alcalde de Ambar, para dar a conocer y hacer público el acuerdo municipal de designar, en señal de reconocimiento y gratitud, con el nombre de este joven músico y empresario cajatambino, una de las obras a inaugurarse en el distrito.

Finalmente, si en el año 2010 debí asimilar la tristeza implacable de la muerte del amigo repentinamente ausente, en el 2011, mi pesar se hizo doble, por una sencilla y dolorosa razón: el 7 de marzo perdí a mi madre. La risueña gordita que me crió y me engrió, doña Shatu; mi madre, Saturnina Villanueva Balboa. Mi madre cajatambina residente en tierra ambarina. Mi madre que nunca dejo de lucir orgullosa el sombrero de la mujer cajatambina y que produjo por casi cincuenta años, en Ambar y para Ambar, un manjar blanco de quitarse el sombrero.

Por eso, aunque mi pesar sea doble debo confesar que mi gratitud también lo es: pues soy ambarino con no menos certeza que soy cajatambino. Y ninguna ocasión más propicia para decirlo y recordar que cada año, entre el 14 al 17 de agosto, en tributo a la Virgen de la Asunción, decenas de ambarinas y ambarinos vuelven y celebran jubilosos sobre el suelo de la sucursal del cielo, bajo la luz estelar de la novia del atardecer.
Laguna Jurorcocha (4,700 msnm), naciente del río que recorre la cuenca Supe-Ambar




Eco-aventura:
http://evocacionesysemblanzas.blogspot.pe/…/los-telefericos… 

Mirador, límite  entre Ambar y Gorgor: 


lunes, 20 de junio de 2011

YVAN SALAZAR Y SU GRUPO HORIZONTE ANDINO


La primera vez que escuché la música de Cajatambo no fue, lo recuerdo bien, en las fiestas patronales o durante los carnavales, sino un día cualquiera en un bar de mala muerte del centro de Lima. Una guitarra alquilada al paso y la voz de una muchacha hicieron el milagro. De igual forma, tampoco he olvidado el día en que di mis primeros pasos en una reunión espontánea en Balconcillo. Y es que, aunque nacido en Cajatambo, al haber pasado el resto de mi vida en Huacho, mi nulidad para el huayno, y el baile en general, era absoluta. Sin embargo, desde aquella noche en que baile con mis primas Nina y María en casa del tío Jesús, no existe para mí placer más placentero ni júbilo más intenso. Mucho menos desde cuando descubrí que bailar, como lo sospechaba, era, ni más ni menos, “una forma de hacer el amor con música”.


Desde entonces, no pocas veces me he preguntado de donde surgió en mí aquella fascinación por algo que no vi ni viví. La verdad que no tengo una respuesta, salvo una certeza -que suscribo sin dudas ni murmuraciones- expuesta por Julino Arredondo: “La huaylashada es la mejor fiesta de Cajatambo; pues, la fiesta patronal, aunque se llene de gente, no es diferente a una moya que se abre para que el ganado entre”.


Sea como fuere, al margen de este sumario de evocaciones y aproximaciones, en realidad este artículo no tiene otro propósito que rendir homenaje a una de las manifestaciones más perdurables y originales de la tierra donde nací. Y en particular, destacar el aporte legado por Yván Salazar y su grupo “Horizonte andino”. Un aporte que, es menester puntualizar, antes que un logro artístico constituye una contribución ética evidente: Iván, sencillamente, contra viento y marea, ha entregado su vida a la música de Cajatambo.


Conocí a Yván cuando ambos éramos estudiantes en San Marcos. Aunque, en realidad, se trató más bien de un reencuentro aquel encuentro. Lo supe desde el día en que me preguntó si había sido alumno en la desparecida escuelita de Gayán que -luego lo sabría- fue erigida sobre un antiguo cementerio. De manera que nunca olvide dos cosas: los huesos que extraimos en los recreos y los furibundos latigazos de nuestro gordo profesor Matibotón. Solo eso. Yván en cambio, pese a la brevedad de mi paso, recordaba mi presencia. A partir de esa fraternal evocación, nuestra amistad se acrecentó, y mucho más, por el respeto común hacia nuestros respectivos destinos creativos. Razón por lo cual, toda vez que coincidimos, jamás omití alentarlo seguir el destino que estaba en su alma y en sus manos, antes que en las aulas de San Marcos. Por cierto, la respuesta no se hizo esperar, y surgió con un nombre que forma parte ya de la historia cultural de Cajatambo: “Horizonte Andino”.


Pues más que la aparición de un nuevo grupo, la irrupción de “Horizonte andino” marcó el inicio de una etapa renovadora y dinámica de institucionalización y rigor creativo del huayno cajatambino. Institucionalización que se manifiesta en el legado y vigencia de “Horizonte andino”, y a la vez, por la insurgencia de otros grupos sucedáneos. Rigor creativo que se evidencia en la aparición, y difusión, de nuevas composiciones que desbordan los límites, y posibilidades, del bagaje precedente. Así surge, entre otras, “Amor mío”, acaso la canción más lograda del folclor cajatambino.


Pero si Yván entregó su vida a la música de Cajatambo es innegable que su dedicación ha merecido justa y merecida compensación; antes que al músico enamorado de su tierra, al hombre. Pues su recompensa se llama simple y maravillosamente Dunia. Dunia, la bella profesora que le ha dado gozosa paternidad, y a la vez, el estímulo imprescindible para consagrarse a su destino creativo. “Sentirás que nuestros corazones,/a la orilla de un beso,/desbordan un río de pasiones”. He allí la más elaborada metáfora del huayno cajatambino, y también de otros confines.


Todos, o casi todos, nos enamoramos. Todos, o casi todos, nos casamos. Sin embargo, pocos, muy pocos, alcanzan la verdadera experiencia de querer siendo queridos. Iván lo sabe y lo celebra. Por eso el recuento de su trayectoria, plasmado en la compilación audiovisual que ha titulado con puntual franqueza: “Amor eterno”, está dedicado a Dunia. A Dunia, su musa y esposa.


Compuesta por imágenes extraídas del álbum familiar y filmaciones de la celebración de los carnavales en las calles de Cajatambo; “Amor eterno” es mucho más que un video clip de huaynos. Se trata, al mismo tiempo que de una antología musical, de un documental en donde, entre otras imágenes, se aprecia la belleza majestuosa de la cordillera Huayhuash, interpolada con secuencias memorables del baile cajatambino. Pero ninguna más memorable que el eximio zapateo de Alberto Calero bailando hasta la eternidad. Zapateo elegante y vibrante, y gracias a Iván Salazar y su grupo, siempre presente.

 
 

 

martes, 5 de abril de 2011

EL COLOR DE LA NOCHE





A mediados de diciembre de 2010, a mitad de un día anodino que devino triste y solitario, mi hermano me comunicó la funesta y breve noticia: “Mamá tiene cáncer”. A partir de ese momento lo que era un simple examen de rutina dejo de serlo para convertirse en una sentencia imprevista e inapelable. Entonces hasta el fulgor del verano -recibí la noticia mientras almorzaba- se tornó, para mí,  lejano y sombrío.
Al día siguiente, con el amanecer del nuevo día,  aferrado a sus arrugadas y amorosas manos le agradecí su cariño con palabras y con lagrimas. Ella me respondió de la misma manera. Luego, igual que lo hacía de forma habitual por aquellos días, salí a trotar entre las chacras  y los árboles de la campiña que circunda la casa -esta misma solariega morada- que fue la extensión material de su bondad por más de cincuenta años. No obstante, contra lo habitual, aquel día tardé en regresar: un amigo, a quien visité, me invitó a desayunar. Preocupada, a pesar de su convalecencia, mi madre salió a buscarme. Sin haber escuchado las desoladoras palabras de mi hermano, era evidente que no ignoraba la dolorosa magnitud de la circunstancia.
Cuando comenzó el tratamiento -el vano intento paliativo que simulaba curarla- la tarde del 30 de enero de 2011, desde una cama ubicada en el cuarto piso del hospital regional de Huacho, durante dos horas, me ordenó escucharla. A la hora en que termina la visita, gracias a la amabilidad de una enfermera, a quien renuevo mi agradecimiento, comparecí, desde las cinco hasta las siete de la noche, ante las más sensatas y dramáticas palabras que me tenía reservado el destino. He tenido otras operaciones, comenzó diciendo, pero esta vez siento que será diferente. “Ponte fuerte: hoy me toca ser la madre que se despide del hijo que se queda”. Recibí encargos, consejos y recomendaciones. Así es la vida, concluyó diciendo, un comienzo y un final: no hay otro camino. Yo perdí a mi padre, hoy te toca perderme a tí.
Al abandonar el hospital oscurecía,  fue entonces cuando, por primera vez en mi vida, descubrí el verdadero color de la noche.
Todavía hospitalizada, el 6 de febrero de 2011, cumplió 77 años. Con el cabello recortado y luciendo una vistosa bata floreada sonrió ante la presencia y el cariño de quienes más la queríamos. Sentada en una silla de ruedas, sosteniendo una pequeña torta entre sus rodillas sonreía; sonreía con melancólica y  risueña resignación  mientras le cantábamos reunidos en la sala de espera del cuarto piso. Se la veía contenta y agradecida, pero sobre todo decidida: al día siguiente debía ser operada.
El 7, el día más esperado y más temido, hería nuestros corazones la debilidad de su corazón; sin embargo, nada nos previno para que, a media mañana,  el médico autorizara a mi hermano ingresar a la sala de operaciones para decirle, y mostrarle, que no había nada que hacer, salvo cerrar el corte. La herida que jamás habría de cicatrizar.
Un mes después, exactamente a las 9 y 40 de la noche del 7 de marzo del 2011, una noche cálida y triste de verano, la existencia del ser más entrañable del que tuvimos sus hijos y nietos el inmerecido privilegio de ser destinatario de sus afectos y atenciones, Saturnina Villanueva Balboa, mi madre, nuestra madre, concluyó  su tenaz y dulce peregrinar.
Perdió la vida, igual que todos, pero, como pocos, jamás el humor. 
Gracias Mamá Shatu. Inolvidable Gordita Chispas. Gracias a la vida que nos regaló tu vida.

COMENTARIOS:

Tula Alvarado Luyo
"Hola querido César!!

Perdóname por no responderte a tiempo. Recen hoy reviso mi correo, y me encuentro con tu carta, no sabes lo feliz que me haces. Gracias por recordarme y las hermosas y sentidas palabras sobre mi persona. Siento mucho no haberte llamado en el largo feriado. Pero, te pido una cosa César, confía en mí. Estás en mi memoria , en mi corazón, para siempre.

Te confieso César, que después de nuestro encuentro, te quise escribir, darte a conocer mis impresiones de aquella noche. Pero me contuve, porque pensé que había terminado todo entre nosotros y no deseabas mi amistad.

Por eso me siento tan feliz, saber que deseas verme o escucharme. ¡Oh César, no me equivoque contigo, sigues siendo el poeta que conocí.


El abrazo que nos dimos César, aquella noche, fue memorable.
Te sentí tierno, dulce, a pesar de la tristeza y la solemnidad de la ceremonia.
También te sentí distante, era tu imagen, pero tu alma anidaba en el regazo de tu madre. Los sentí a los dos en aquel abrazo. Por eso César siento que nuestro abrazo, formó una estela esa noche, una estela dorada en el mar de nuestras existencias y memorias.


También quiero decirte César, aquella noche, cuando dabas lectura del relato sobre tu madre, vislumbré "el verdadero color de la noche". El poeta tiene ese poder: la evocación, a través de las palabras como un mago nos envolvías en tus sentimientos y nos dabas a conocer la sabiduría de tu madre. Te lo agradezco, a través de ese relato he podido recoger las enseñanzas de tu madre y admirar el amor del hijo. Pero sobre todo, me sentí maravillada por la sensibilidad del poeta , de poder retener en una sola metáfora : "el verdadero color de la noche" la agonía y muerte de un ser querido.


Tula, con cariño."


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Josue Hijar Luna

"Hola Cesar:

Te escribo al no poder esperar un momento mas para hacerte saber mi pesar por la partida de tu mamita, mi Tia Shatu. Siento más no haber podido acompañarte en esos momentos difíciles por motivos de trabajo, ya que me encontraba en Huanuco.
Quiero que sepas que comparto el dolor que sientes, ya que también lo conozco por mi padre.
Por favor hazle saber mis condolencias a tus hermanos. Hasta pronto.
Leí tu artículo sobre el tema y estoy al borde del llanto".