miércoles, 24 de agosto de 2011

KAILAMI: CAJATAMBO 2011



Julio 30
Viajamos por la ruta del valle de Huaura y Churín. Mientras rueda rauda la minivan que nos transporta pienso en el viaje de William Tudor, el primer representante norteamericano, que en 1825, con once mulas y cuatro arrieros partió desde Huacho hasta Cerro de Pasco.
A las ocho de la mañana llegamos a Churín. Resulta que la comarca en donde mister Tudor, de regreso, tomó un baño dentro de una choza de piedra con techo de ichu, está colmada de gente y vehículos, tanto que cuesta encontrar un lugar para aparcar.
A mediodía, sobre los cinco mil metros de altura, descubrimos la primera compensación de la ruta: la laguna de Quepog.  Con la reverberación de la luz sus verdes aguas, impulsadas por el viento, semejan pequeños espejitos flotando sobre su superficie.
A media tarde comienza el  zigzagueante descenso que nos conduce hasta el ruedo portátil.
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Noche fantasmal: Astobamba en tinieblas. En la oscuridad, después de cruzar los dos puentes, me despido de Denis, mi primo. Camino a tientas y a tientas abro el candado. Acierto. Cruzo el patio empedrado. Escucho voces. Desde el balcón del cuarto veo aparecer a un par de muchachas con sus linternas; de seguro, pienso, son hijas del tío Jesús. Las saludo y las veo desaparecer en la negrura de la noche.
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Duermo en la habitación de Mí Gordita. Las frazadas generosas me amparan igual que el recuerdo de mi madre. Al despertar, atrae mi atención sus blusas y su sombrero; el sombrero de paja con cinta negra que usó siempre. Silenciosas lágrimas responden a mi mirada. Lloro, mientras afuera,  en la calle, oigo alegres voces que se saludan. Más que pena siento melancolía, es decir, una extraña y sombría alegría.

Julio 31
Salgo a la calle y comienzo con los saludos a las tías y a los tíos, a las primas y a los primos, pues casi todo el pueblo conforma -en cierta manera- mi familia. En la esquina una palla me invita a bailar, le agradezco pero rehúso. Ganas no me faltan. Una de las primas de mi madre, a quien no veo de años,  me da el primer pésame.
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Me encuentro con el tío Jesús y su esposa. Me agradece por la casa. Me complace oírlo. No menos saber que a aquel tío que partió para dedicarse a la construcción es quien ha hecho posible la más significativa donación personal en la historia de la comunidad de San Juan de Astobamba: un templo nuevo para el pueblo. Por eso, en compañía de sus cinco hijas y sus tres hijos ha regresado para celebrar la festividad patronal que este año, en el 2011, les corresponde a los comuneros de Astobamba.
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Resulta que la bella palla que me invito a bailar es hija de Dorila, pues, apenas me vé, me la presenta. “Esa bandida – recuerdo que mi madre acostumbraba decir – solo tiene hijas guapas”.
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Al frente del dormitorio de mi madre una casita, que casi siempre encuentro  cerrada, esta vez me sorprende con su ventanita abierta. Por si fuera poco, no sin emoción, recibo el saludo  y las condolencias de su dueña: Reyna Gaitán. Reyna es enfermera  y hasta donde recuerdo, se casó en esa casita. Me invita a tomar desayuno. En consecuencia, resulta para mí todo un acontecimiento franquear aquella puerta. Más aun, cuando me habla en quechua. Su calidez y su cariño me abruman. Entonces, pienso, que acaso la verdadera fiesta es este íntimo goce, que procura el volver, más que el ver lo que ocurre en la calle.
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A mediodía tres camionetas enrumban con destino a Lima. Desde el balcón de la casa que construyó mi abuelo los miro partir. Cuando se van, una botella de pisco y otra de vino es todo cuanto me queda en esta vieja casa. El pisco lo dejó Iván y el vino una de sus hermanas. Son mi consuelo. Apenas los conozco unas horas, pero me apena verlos partir. Pues aunque volvamos por unos raudos días, este es el pueblo en donde nuestros abuelos pasaron su vida entera, y por eso mismo, la sangre que nos une nos unirá también la vida entera.
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Al cruzar la puerta de metal  - que se encuentra al lado de la vieja capilla comunal- me recibe la sonrisa acezante de Alina. “Vengo a ver a mí otra mamá”. “Allí está tu otra mamá”. Doña Amelia me recibe con tal cariño que, por un momento, creo estar en mi casa y junto a mi madre.
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A diferencia del año anterior, ingreso para ver la faena (con resignado entusiasmo, a decir verdad) y encontrarme (con genuino entusiasmo, por cierto) con los amigos que solo la celebración procura. Con todo, aun cuando esta vez no tenga que decir nada ante el público, repentinas e insospechadas palabras, imposibles de olvidar vienen a mí. Las escucho como si fuera no yo sino otro su destinatario: “En España y en Colombia he leído todo, absolutamente todo lo que has escrito y hoy quiero agradecerte y felicitarte”. “Señor Reyes, ¿así que usted descubrió el huayno cajatambino en una cantina del centro de Lima?”. “Eres un referente para tu familia y un motivo de orgullo para tus paisanos. Lo he dicho siempre y lo seguiré diciendo”. “No César, tu eres un intelectual. Y de los buenos”. Cierto, o en broma, creo que a mi madre le hubiera divertido enterarse. Tan evidente me parece que mientras miro al ruedo, desparecen el toro y el torero.

Agosto 1
La espero hasta casi desesperar. Otras veces, era ella quien me esperaba. Cuando al fin aparece descendemos por el camino empedrado que conduce al puente para, enseguida, subir la cuesta que siempre cuesta ascender. Con el resplandor del crepúsculo miro su perfil anhelado que cada año vuelvo a ver. Esta vez dedico más atención a su presencia, con todo resulta inútil. Sea como fuera no deja de ser hermosamente paradójico haberla perdido sin haberla tenido.
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Apenas llegó al local comunal de Ticticoto convertido, para la ocasión, en sala de recepciones, un mate con pari ameniza mi conversación con dos muchachos que lucen blancos sombreros. Son hijos de Jesús Márquez, el afamado chalan de Cajatambo. Al igual que su padre, ambos muchachos  dedican su juventud a hacer presentaciones ecuestres en las festividades para las que los contratan. Me comentan que irán a Ambar. Me complace saberlo.
Al salir al patio, bajo un toldo y en torno a una mesa, encuentro a don Máximo Minaya rodeado por su familia. Ninguna ocasión podía ser más grata ni más propicia para saludarlo: es el día de su cumpleaños. Dos bandas de viento -una de Cajatambo y la otra de Yarowilca- amenizan la reunión, y más allá, decenas de árboles de eucaliptos la mirada. El homenajeado lo advierte y lo celebra: “Qué bonito lugar es este, ¿no?”. “Sí, muy vistoso –digo, y mirando a Marlene, su hija, termino por decir- un privilegio de la vista”. Ella, insensible y ufana, ni siquiera me mira. Pero al verla bailar nada me parece tan grato de ver.

Agosto 2
Al caer la tarde, igual que cuando era niño, enrumbo hacia la plaza.  Al llegar, me impresiona su soledad, pero no me sorprende: es día de ofrenda. La fiesta termina. Casi todos los astobambinos están, así se dice, en la banda. Solo el sargento Guerra deambula por una esquina. Mientras lo saludo atrae mi atención la aparición de una pareja junto a una camioneta detenida en la puerta de la tienda de Irene (la única chichera que queda todavía en Astobamba). Al reconocerlos camino hacia ellos. Se trata de Keyla, la más guapa de mis primas, y de Pedro, su marido, hijo de una de las más entrañables amigas de mi madre. Al reunirme con ellos siento un recóndito regocijo familiar, tanto que Pedro se entusiasma cuando me oye hacer mención de Gaby, su cuñada. “¿Pero no pasa en nada, no?”. “Al contrario,  hoy más que nunca, ese capítulo de mi vida va a comenzar” “¡¿En serio?!”, Pedro se entusiasma. Festeja con hilaridad mientras Keyla, asaltada por un súbito rubor, se limita a decir: “Yo no he escuchado nada, por si acaso”.
En eso, aparecen la tía Emicha y el tío Antenor, los suegros de Pedro. Puesto que la novedad de estos días es la edificación de la nueva iglesia de Astobamba, los tíos se animan también a curiosear. Cuando regresan no encuentro mejor comentario que decir que la iglesia está tan linda que hasta sería capaz de casarme con tal de estrenarla. Pedro delira mientras sus suegros sonríen.

Agosto 3
Durante la mañana me visita Daniel, mi primo. Luego de tratar los pormenores convenimos el usufructo de las chacras de mi madre. Conversamos en la cocina, junto al fogón frío y solitario, en donde mi madre, tantas veces, procuró sabores inolvidables; no solo a sus hijos. (Su primo Jesús Lavado no olvida la ocasión en que lo buscó para decirle: “Primo, me enteré que habías llegado y he venido a buscarte para que te acerques a la casa a almorzar”. Cuando llegó, el primo debió dar curso a un plato de laguita con cancha y  otro de pachamanca al fogón con papás arenosas).
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Bajo un sol radiante, y no sin nostalgia, vuelvo a cruzar la puerta de metal, esta vez para despedirme; pues el buen Pedro, con el entusiasmo de propiciar la unión familiar, me ha reservado un espacio en su reluciente rodado.
Vestida completamente de negro, sentada en la vereda del patio, rodeada de rosas, me recibe Shiva. Al verme llegar me sonríen no solo sus labios sino también sus hechiceros ojos verdegrises. Me deslumbra verla y me conmueve oírla. Pues bajo el fulgor radiante de la mañana, enfundada en una ceñida licra, su presencia resulta tan seductora y tan cegadora como la del mismo sol que nos alumbra. Pero al mismo tiempo, al escuchar la ternura y la emoción con que evoca a su padre constato que el dolor que yo siento por mi madre es semejante al suyo, y a la vez, una coincidencia no menos gratificante que la amistad de nuestras mamás. 
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Sentado sobre un pellejo, en la morosa quietud de la tarde, la camioneta de Pedro hace su aparición. Entonces, con la misma discreción y emoción con que llegué, me despido de Empi, la más joven de mis tías.
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Inolvidable amazona docente, con la luz dorada del atardecer iluminando su hermoso rostro, igual que una joya, perdura en mi memoria la circunstancial y fugaz visión de Keyla regresando de Utcas sobre un brioso corcel. Al verla –cómo olvidarlo – solo atiné a saludarla; pues, ella simplemente volvía, pero era poesía lo que hacía.  Entonces entendí aquel poema que, hasta entonces, nunca entendí: “La flor es sin por qué/ Florece porque florece”.
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En lugar de dirigirnos directo hacia Huacho ingresamos a Utcas.  Más que llegar a otro lugar fue como llegar a otro tiempo. Más aun cuando el ómnibus que presta servicio al pueblo y a las comunidades vecinas, despedía a sus últimos viajeros.
Utcas es la comunidad campesina que produce el más agradable maíz de Cajatambo. De manera que, apenas al llegar, mi tía y mis primas piden una arroba del grano tan preciado para cada una. Pienso que mi mamá haría lo mismo, entonces pido también  mi arroba. Pero no solo un magnifico maíz se encuentra en Utcas sino además la gracia sonora y jubilosa, viva y tenaz, secular y cotidiana del quechua. Las mujeres conversan y ríen hablando en quechua. Es más: no las inhibe ni les molesta nuestra presencia, al contrario, les divierte. Al ver a mi tía y a mis primas comprando cuyes y gallinas, comprendo que sienten reciproca gratitud. No menos Keyla al saberse reconocida y recordada. “Qué más quieren -comento durante el viaje- a los utcanos les tocó la más guapa profesora de Cajatambo”. Keyla ríe y dice: “Primo, me la voy a creer, ah”. Todos saben, Pedro más que nadie, que no exagero. Por si fuera poco, a la salida del pueblo a Keyla le espera una última porción de maíz, que contiene granos y afecto; lo recibe de manos de un profesor que es a la vez su compadre.
Al llegar a una curva se nos presenta, otra vez, ante nuestros consternados ojos Cajatambo. La miramos, envuelta en sombras, con nostalgia y afecto, pero aunque parezca que nos vamos nos consuela saber que solo nos alejamos. Pues aun después de llegar a Huacho, ó, precisamente por eso mismo, sé, mi corazón me lo dice, que este viaje no acaba sino de comenzar.


domingo, 14 de agosto de 2011

AMBAR, SUCURSAL DEL CIELO

                                
                                                                                 Para Moni Pili, con afecto


 Dicen que la hora más deslumbrante del día llega cuando el sol se va, y sin ninguna duda, el fulgor dorado del atardecer en ningún lugar reverbera con más intensidad que en las laderas del Valle de Ambar. Por eso se llama Ambar. Cuenta la leyenda que fue Gonzalo Pizarro al pasar por la quebrada de Ayllón, quien la nombró así. Sea quien fuera, el conquistador o algún anónimo mentor, no hicieron sino patentizar el impacto ineludible de hallarse en un pueblo situado en el curso mismo del río que, hace cinco milenios, dió  vida al surgimiento de la civilización más antigua de América: La ciudad sagrada de Caral.


Con una población que rebasa los 3 mil habitantes, ubicado a 2 mil msnm, Ambar es uno de los 12 distritos que conforman la provincia de Huaura. Escindida de la jurisdicción provincial de Cajatambo en 1935, su adhesión fue consecuencia de la construcción de la carretera que lo une con la ciudad de Huacho. No obstante, traspuesto el umbral del siglo XXI, Ambar no ha perdido su esencia agrícola y ganadera, al contrario, la ha afirmado: no solo produce los quesos  más apreciados por la población huachana sino que se ha convertido en el distrito con más plantaciones de duraznos de la región Lima.

Sin embargo, con la construcción de la carretera, Ambar conquistó la modernidad, dejó de ser un pueblo típicamente serrano: sin quechua ni comunidades campesinas (al menos por un tiempo). Con todo, la pasión por el huayno no murió jamás. Incluso, aun ignorando su significado, el canto tradicional durante los rodeos, conserva todavía expresiones quechuas. Por eso mismo, no deja de ser lamentable y paradójico que un pueblo tan laborioso y tan alegre, ante la orfandad de contar con un acervo vernácular propio, deba resignarse a las monótonas trivialidades ajenas a su tradición.

Son más de 400 mil plantas de duraznos de la mejor calidad que reverdecen en las parcelas y las laderas de Ambar. Miles de plantas no solo de duraznos sino de chirimoyas y paltas que, al igual que la carretera, no llegaron por casualidad sino gracias al emprendimiento de su gente. Mujeres y hombres, tenaces y laboriosos, irreverentes y jocosos. Pues mientras en no pocos pueblos del Ande, por desgracia, el motor de las faenas es el alcohol, en Ambar, felizmente, en cambio, lo es el humor. De manera que, bien podría ser la consigna de los agricultores ambarinos, esta exacta afirmación: ni una gota en la chacra, torrentes durante la fiesta.

Pese a todo, aunque abunden los duraznos, las chirimoyas y las paltas, Ambar padece la orfandad de lo que en otros tiempos tuvo: músicos propios. Más precisamente, virtuosos guitarristas. Acaso aquella remota nostalgia lleva a decenas de ambarinos a alternar, y sentirse como en su casa, en las fiestas que los cajatambinos residentes en la ciudad de Huacho organizan cada año. Y es que aunque Ambar desde 1935 pertenece a otra provincia, cultural y afectivamente sigue gravitando en la órbita de Cajatambo. Por eso, aunque su población haya alcanzado pleno empleo en los campos fruticolas, las ambarinas y los ambarinos no han dejado de tener presente y ni echar de menos la prosa y la prestancia de saberse cajatambinos.
Tan presente sigue el legado cajatambino en Ambar que aún perduran y permanecen en ella dos familias de genuina raigambre cajatambina: la familia Quinteros Solórzano y la familia Reyes Villanueva (a la que me honro en pertenecer y poseer Lascamayo, entre dos ríos).
Precisamente, honrando y retribuyendo aquel legado, el de los ambarinos que, con orgullo y gratitud, nunca olvidaron saberse cajatambinos, sea propicia la ocasión para evocar y rendir homenaje a la memoria de César Meléndez Sifuentes, conductor y propietario del inolvidable “Expreso Ambar” que unió Ambar con Huacho por casi medio siglo y para quien no había más ni mejor música que la de los acordes de la guitarra y la mandolina cajatambina. Igualmente, comparece en el pedestal de mi nostalgia, la presencia cordial de Manuel Solórzano, ex alcalde y virtuoso guitarrista que secundó a una de las voces más legendarias del huayno cajatambino a su paso frecuente por Ambar, el canto y el encanto de David Reyes Ballardo. También concurre a esta cita de la memoria, la gracia risueña y dulce de Lilia López, agricultora y ganadera, a quien un repentino derrame cerebral sorprendió mientras portaba en su bolso una grabación de Iván Salazar y su grupo “Horizonte Andino”.

Habida cuenta que desde 1935 mucha agua ha corrido bajo el puente, tan solo cabe mencionar que en el transcurso de la primera década del siglo en curso, Ambar experimentó una notable transformación con la construcción de las trochas carrózables que cubren en la actualidad todos los poblados y los principales centros de producción. Esta labor, durante los dos periodos municipales precedentes, estuvo liderado por un alcalde de descendencia cajatambina, Rubén Fuentes Rivera. Pero a su vez su ejecución, recayó, literalmente, en las manos de un experimentado maquinista de la comunidad de Utcas, Liborio Ayravilca. Asimismo, en cuanto a las gestiones, no pocos desvelos le corresponden a Jesús Coronado.



En ese contexto, amistoso y fraternal, hizo su aparición en Ambar un joven y pundonoroso constructor de obras civiles, José Quinteros Pérez. Otrora músico integrante del grupo “Renacer Cajatambino”, empero, el José que llegó a Ambar fue aquel José que en base a pundonor y caballerosidad se ganó el respeto y el aprecio del pueblo ambarino. Tanto así, que exactamente el 9 de agosto, al conmemorarse el primer año de su trágica desaparición, recibí el expreso encargo de Lucio Alor, alcalde de Ambar, para dar a conocer y hacer público el acuerdo municipal de designar, en señal de reconocimiento y gratitud, con el nombre de este joven músico y empresario cajatambino, una de las obras a inaugurarse en el distrito.

Finalmente, si en el año 2010 debí asimilar la tristeza implacable de la muerte del amigo repentinamente ausente, en el 2011, mi pesar se hizo doble, por una sencilla y dolorosa razón: el 7 de marzo perdí a mi madre. La risueña gordita que me crió y me engrió, doña Shatu; mi madre, Saturnina Villanueva Balboa. Mi madre cajatambina residente en tierra ambarina. Mi madre que nunca dejo de lucir orgullosa el sombrero de la mujer cajatambina y que produjo por casi cincuenta años, en Ambar y para Ambar, un manjar blanco de quitarse el sombrero.

Por eso, aunque mi pesar sea doble debo confesar que mi gratitud también lo es: pues soy ambarino con no menos certeza que soy cajatambino. Y ninguna ocasión más propicia para decirlo y recordar que cada año, entre el 14 al 17 de agosto, en tributo a la Virgen de la Asunción, decenas de ambarinas y ambarinos vuelven y celebran jubilosos sobre el suelo de la sucursal del cielo, bajo la luz estelar de la novia del atardecer.
Laguna Jurorcocha (4,700 msnm), naciente del río que recorre la cuenca Supe-Ambar




Eco-aventura:
http://evocacionesysemblanzas.blogspot.pe/…/los-telefericos… 

Mirador, límite  entre Ambar y Gorgor: