viernes, 18 de diciembre de 2009

REQUIEM


No presencié sus funerales. No me es, sin embargo, imposible imaginar no su muerte -que, al fin y al cabo, se trata de un hecho previsible y natural- sino la discreta trascendencia de aquel inesperado viaje (puesto que la muerte es siempre un viaje inesperado) que lo condujo, los primeros días de diciembre del 2009, desde Lima hasta Cajatambo para unirse con los suyos y , sobre todo, despedirse de las casas y las calles, lúgubres y solitarias, de San Juan de Astobamba. Aquellas casas y calles a las que dió vida con su vida y en donde fue - de manera sucesiva- el niño, hijo de Macaria y de Catalino, el padre que un día, igual que en miles de hogares, vio partir, uno a uno, a sus hijos rumbo a la gran ciudad. Por eso, a pesar del pesar; ver pasar a Combicho en los hombros de sus hijos y de los hijos de sus hijos, es más grato que conmovedor, más instructivo que triste. Verlo, sobre todo, rodeado por aquellas muchachas y muchachos que esta tarde prolongan sus pasos por las calles de este pueblo que era para ellos, hasta entonces, apenas una vaga referencia geográfica.
Están allí, allí donde Julia y Combersión juntaron sus vidas para dar vida a la vida de sus hijos. Allí donde el instante se vuelve eterno y sonoro el silencio. Y si acaso creyeron los muchachos, al venir, que los traía solo el deber solidario de acompañar a sus padres para sepultar al abuelo, descubrirán que Combersión no los trajo para a penas rodear el túmulo de tierra de su morada final sino para compartir con ellos la implacable ternura de la tierra que amó. El secreto encanto de aquel pueblo que cabe en un breve andar y cuyo símbolo más visible es, ahora, un sombrero construido en el centro de su plaza. Sombrero erigido allí en donde, glorificado por el amor y ennoblecido por el sudor, Combersión Balboa aspiró el primer aire que colmó sus pulmones y, llegado el momento, cedió a la voluntad de sus hijos los avatares inexorables de una prolongada vejez ausente, seguro de volver, seguro de hollar -sin tocarlo- el suelo querido de su querencia.
Por eso al verlo pasar, ponderar su regreso no solo es grato por que honra su voluntad si no por que resulta justo y merecido. Justo y merecido que haya recorrido por última vez la carretera que junto con su hermano Eladio, y otros comuneros (de Astobamba y otros pueblos) contribuyeron a construir para vencer la soledad y los abismos a partir de 1966. Esa misma carretera en la que -según recordaba Eladio- una tarde, al final de una ardua jornada, los comuneros de Astobamba vieron aparecer a la banda de Huanri. Una tarde en que Huanri fue más Huanri que nunca cuando los comuneros, cubiertos de polvo y fatiga, bailaron alborozados, aferrados a sus herramientas y a una alegría que no se extinguirá jamás mientras Astobamba tenga hijos que la quieran. Vástagos  igual que Combersión que vuelve, en viaje sin fin, rodeado de sus hijos y los hijos de sus hijos, paso a paso, al encuentro de sus mayores y del porvenir.

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