viernes, 31 de mayo de 2019

PRESENTIMIENTO


Después de almorzar y dar de lactar a mi hermano mi madre cogió una manta y se dirigió rumbo a Rodeocorral. Se fue en busca de boñiga seca que habría de atizar en el fogón de una casa situada en la parte alta del valle Supe-Ambar.
A medía cuesta, sin embargo, una indefinible y súbita aprehensión la estremeció. Detuvo su andar y giró sus pasos. Miró con melancolía la casa de piedra y techo de paja que una década antes, al llegar de Cajatambo a Lascamayo, su padre mandó construir.
En esa casa mustia, flanqueda por dos ríos, dormía mi hermano recién llegado al mundo un par de meses antes.
"Ay mi hijo, no lo he bañado", me contó que pensó.
Enseguida, sin pensar nada más, se regresó y encendió el fogón para poner a hervir agua.
Cuando terminaba de bañarlo, por el camino aparecieron Lucha y Gushma.
Mientras mi madre terminaba de vestir a mi hermano y conversaba con la pareja, luego de un ruido atronador, la tierra comenzó a temblar.
Eran las 3:23 de la tarde del domingo 31.5.1970.
"Las piedras rodaban de las laderas y la quebrada se llenó de una nube de polvo que duró días en desparecer", recordaría mas tarde.
Pero lo que verdaderamente jamás olvidó mi madre es lo que vio apenas terminó el sismo mas destructor de la historia del Perú.
Rudas y despiadadas piedras, que apenas unos minutos antes eran una pared, cubrían la cama en donde mi hermano hubiera muerto aplastado y triturado si la mano de mi madre no lo hubiera librado de tan trágico destino.

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