La noche del 12 de noviembre de 2011, los amigos, familiares y paisanos de Carmen se reunieron para escucharla, hasta el amanecer. Con los auspicios de Pilar y Juan, el lugar elegido fue la “Peña Yawar”. De manera que, también, el grupo femenino “Andina”, dirigido por Pilar Reyes, se hizo presente para amenizar el intermedio del estreno solista de Carmen Gutiérrez en Lima.
Hija de, no una, sino dos familias de genuina estirpe musical (los Gutiérrez y los Cordero) Carmen, fue una niña prodigio del canto en su ciudad natal: Jauja. Aunque nunca se apartó del canto, en cambio si lo hizo de los escenarios, al casarse y asumir luego la responsabilidad de ser madre de Silvana y Sebastián; pues, por decisión voluntaria, la madre y esposa se impuso a la cantante. No obstante, aunque soterrado y ausente, el canto nunca dejo de estar presente en su vida.
De manera que la Carmen que vimos y oímos aquel sábado era una Carmen que más que aparecer, reaparece. Sin embargo, aquella Carmen que vimos y oímos era, hasta para sus más íntimos, una Carmen que desconocíamos. Y es que, ante todo, aquella Carmen demostró que el canto más que voz es alma. Que el silencio dice y la espera acerca. Que asimismo, el repertorio es a la voz lo que el recuerdo a la memoria. En fin, que el tiempo, no solo pasa, sino cuenta y canta.
Una tregua fecunda y profunda, que, en el caso de Carmen, revela una serena y segura asunción del canto más que como espectáculo como una celebración y homenaje a la vida. Por eso, ver y oír a aquella Carmen cotidiana, risueña y jovial imponiendo el temple fastuoso de su voz y de sus ganas de cantar, nos hizo sentir -a quienes la conocemos y queremos - orgullosos y privilegiados. Pues, por derecho propio, los atributos de Carmen no son solo ya de su pueblo, de sus amigos o familiares, sino de todos aquellos que, sensibles a sus designios melódicos, a partir de ahora elegirán su voz para conjurar la soledad o el silencio.
Cierto día, frente a un escaparate con libros, coincidimos con Walter Salazar en el campus de San Marcos. Atendiendo mi sugerencia, Walter decidió llevarse la obra más celebrada de García Márquez. Así nació nuestra amistad: con “Cien años de soledad”. Pues, más que el interés por el derecho -facultad de la que éramos ingresantes- nuestra amistad se cimentó en una definida, y reciproca, fascinación por la cultura. Por eso, por que ser abogados no era lo difícil sino atreverse a no serlo, optamos por ser lectores; lectores que escriben y trabajan. Acaso, incluso, hasta el fin de sus días. En ese devenir, un día -por cierto, sin mi mediación- Walter eligió a Carmen, o más bien: al revés. Se casaron en Jauja, pero decidieron vivir en Lima. Un día Walter me invitó a visitarlo para presentarme a su conquistadora. Luego de almorzar en una azotea de Los Olivos, me retiré consternado y convencido de que el matrimonio, contra lo que se cree y teme, puede ser una dimensión superior de la existencia. Esa fue la certera impresión que tuve al ver a Carmen y a Walter juntos. Nunca lo olvidé ni lo olvidaré.
Dulce y tenaz, piadosa y enérgica, elegante y sencilla, Carmen es una mujer que, en el canto como en la vida, ha sabido distinguirse y erguirse ante las dificultades y adversidades que han amenazado su categórica pasión por la música y por la vida. Por eso, en su casa de acogedoras tinieblas podían, en ocasiones, reinar las sombras pero jamás estar ausentes la música y la poesía. Así nacieron y así se criaron Scarlett y Sebastián: rodeados de libros y diálogos que remitían al reposo de sus páginas.
Es esa Carmen, maternal y arrolladora, que el sábado 12 concentro en la orbita de su voz una concurrencia, no por amistosa, menos ávida de constatar que estar allí, en torno a una mesa, mas que una muestra de apoyo y adhesión a una vocación insobornable, era apostar a un encuentro con lo más riguroso y maravilloso que guarda la vida: el arte. No se equivocaron quienes así pensaron, pues, más que cantar lo que hizo Carmen fue interpretar; compartir, bajo el tamiz de su voz, los tesoros sonoros de su espíritu. Fue por eso mismo, más que justo y merecido, que Carmen dedicara una de sus más bellas interpretaciones a Walter, su cómplice y discreto mentor. Y es que Carmen es la voz y Walter la palabra. Mejor matrimonio no podía haber.
Aunque se podría decir muchas cosas más, solo cabe ponderar que Carmen, a decir verdad, aquella noche no hizo otra cosa que elegir las canciones que han amenizado su existencia para compartirla y tributarla a sus amigos y seres más queridos. Pues lo demás, que mas da, el tiempo lo dirá.
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