martes, 13 de noviembre de 2012

ENTRE ASNOS Y DURAZNOS



Fuimos vecinos desde que tengo memoria. Entre casas de paredes de piedra e ichu construyeron la primera casa de adobe  y calamina en Lascamayo. Bajo esas paredes y ese techo, Griselda y Víctor, concibieron y criaron diez hijos (seis mujeres y cuatro hombres). Mi madre  bromeaba recordando que “La Cana”, su mejor vaca, y su vecina, coincidían, a veces, en el aumento.
Con todo un día abandonaron el predio. Se fueron del mismo modo que un día aparecieron. La casa de adobe y calamina quedó mustia y solitaria. Rodeados de hijas e hijos Víctor y Griselda se mudaron para Jalcán,  el caserío más cercano a Ambar. A partir de entonces los Gonzales Ramírez pasaron a ser visitantes.
Hasta que un día apareció Luis, el hijo mayor, junto con Nelly y se repitió la historia. Tanto que cuando nacieron las primeras hijas de Nelly y Luis mi madre los asistió, y así pasó de ser vecina a ser madrina y comadre. Por lo demás, los hijos menores, en especial Avelina, Dacio y Eleazar, en épocas en que la carretera era todavía una vaga esperanza, nunca se resignaron a solo ver pasar a mi madre. Diligentes y alborozados al verla aparecer la conducían a su nueva casa y descargaban a los asnos.
Por eso cuando Avelina, después de ser madre de una hija y dos hijos, pasó de Jalcán a vivir en Huacho, mi madre fue su amiga y su otra madre. Celebraba sus logros y deploraba sus frustraciones. La escuchaba y hasta la reñía, pero ante todo, reía con ella. (Y así se despidieron, abrazadas y riendo).
Por todo eso, cuando el sábado 10 de noviembre de 2012, el marido de la última hija de Griselda y Víctor, mientras caminábamos  por la carretera, me dijo: “Pasaremos pues a la casa don César: hoy es el cumpleaños de mi suegra”, de golpe se me vinieron los recuerdos y ante todo el afecto que sentía mi madre por la santa. Por eso aunque ese día, por ser también cumpleaños de la ciudad, en Huacho me esperaban Guillermo, el presidente del Rotary Club y también David, el más promocionado concertista de Cajatambo (de paso por Huacho), no lo dude y descendí por la sinuosa senda que conduce hasta el río para trepar a una canastilla de palo y a través de un cable cruzar hasta la otra orilla.
Al ingresar a la cocina mi presencia, como lo supuse, causa sorpresa. Y al abrazar a doña Griselda es imposible no creer que más que yo mismo quien la saluda sea también mi madre. Sentados alrededor de una mesa surtida por suaves y fragantes choclos, papas arenosas y queso fresco me parece increíble estar allí mientras, al otro lado del río, el ómnibus que debí tomar se va llevándose mi carga de viaje.
Siempre quise llegar al Lúcumo, el predio de Griselda y Víctor que, a pesar de su nombre, luce poblado de plantaciones de duraznos. Los mentados duraznos que desplazaron la preferencia ganadera de los ambarinos por la fruticultura. Se estima que ya van por 300 mil plantas en todo el distrito. Víctor me dice además que el costo de cultivo por hectárea es de 9 mil nuevos soles y el ingreso promedio de 30 mil. Cuesta, pero se gana, concluye, risueño y resignado.

Y también yo, más resignado que risueño, de visitante pasé a ser cómplice matarife, cuando, por porfía y ruego de Avelina, debí asir medía docena de gordos conejos sacrificados por Juan, el yerno, para que la gordita Avelina los convirtiera en suculento festín.
 
A la hora del almuerzo llegaron las nubes y con ella la lluvia. Y también Angélica, la hija mayor. La profesora, la única en el valle, que ha pasado casi todo su tiempo de servicio en las escuelas del distrito de Ambar. Y así entre comer y conversar se fue la tarde y también la lluvia. Hasta que por fin, con la última luz del día, el ómnibus de subida se detuvo en el recodo en donde empieza la senda de ingreso y apareció Luis. Gordo y feliz descendió por la senda y cruzó el río.

Al llegar la noche, Dacio y Hernán, desafiaron la oscuridad para traer las cervezas y los cartavios.  Cuando volvieron comenzó la fiesta. Bailamos y bebimos hasta el amanecer. Y así sobre el piso de tierra de la habitación en donde zapateamos los huaynos de Mario Mendoza a través de un pequeño aparato reproductor de imágenes y sonido pase una de las noches más conmovedoras y memorables de mi vida.
Entre bailes y brindis, Jeca, de pronto me confía una sentida evocación: el recuerdo de su tía Nashe. El tormento que le produce no haber podido hacer lo necesario, prácticamente imposible dadas las circunstancias, para que la traición de sus propios familiares no condujera a la muerte una noche de 1989 a Narcisa Gonzales Cánis, la hermana menor de su padre. “Tía, vámonos, mira allí están los terroristas”, le decía, dice. “Pero hija, a mí que me van a hacer, si yo no he hecho nada”. Incapaces de capturar a su marido la sacaron de la cama que compartía con mi madre y al día siguiente le dispararon por la espalda en la plaza de Ambar.

Cuando todos dormían me despedí del único sobreviviente de la travesía, Víctor, le agradecí las atenciones y me fuí. Decidido caminé hasta el río, trepé a la canastilla y jale la soga. Jale duro para atravesar los quince metros que separa una banda de otra. Al llegar a la otra orilla victorioso alce el brazo. Al verme Víctor hizo lo mismo. Entonces comencé a caminar feliz, pues caminar es para mí eso: una íntima y cotidiana felicidad. Solo que esta vez era diferente: parecía una película. Y lo era: la película de mi vida.

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