sábado, 20 de octubre de 2012

PUMATAQUÍN

Domingo 2 de setiembre de 2012: “Ándate por toda la sequia. Vas a llegar  derechito” “¿Sin salir de la sequia?” “Sin salir, por los eucaliptos”. Antes de emprender la cuesta esperé que fuera mediodía para llamar a la radio -era la hora de mi programa, “Cajatambo, canto y memoria”-  para saludar a don Esteban que ese día, allá arriba, en Pumataquín, cumplía años en la mitad del cerro donde pastan sus ganados y fecundan sus parcelas.

Portando un maletín donde, además de mis prendas, llevo una botella de macerado de melocotón en compañía de un comprador  de burros inicio la travesía. “Hoy es santo de un amigo. Voy a visitarlo”, le digo. El borriquero al enterarse que conozco su tierra me cuenta que aunque casado también él tiene una flaca en Huánuco. Al llegar a casa de Arturo Navidad, luego de recibir sus precisas indicaciones, nos despedimos.

A partir de entonces bordeando la sequía, a la sombra de los eucaliptos,  avanzo hacia el abismo. Me intimida no poder avanzar o perderme; no obstante, solo encuentro apacibles parcelas, bastante pendientes, eso sí. Al llegar a las proximidades de  la toma, sequia y camino se bifurcan. Extraviado por un instante vuelvo sobre mis pasos y, por fin, encuentro el paso apropiado. Salto una pirca y ya de pronto estoy cruzando un pequeño río que desciende de las alturas. El sol reverbera con absoluta plenitud. Complacido y victorioso refresco mis manos y mi cara.

Apenas al hollar la otra banda, al sentir que aquel era su territorio, comencé a pensar en ella. Pues cada paso que daba era como tenerla entre mis brazos. Alentado por aquel feliz desasosiego, a pesar de mis 85 kilos, subí la cuesta sin fatigarme y apenas detenerme más que para descansar a contemplar la belleza del panorama. Aunque solo, me sentía abrumado y feliz.

Al llegar a quien primero encuentro precisamente es al dueño del santo. Al verme el viejo puma de Pumataquín se sorprende y mientras refriega la vajilla bromea: “Que te parece, el día de mi santo me han mandado lavar los platos” “No hay problema si es para ser mejor atendido”.

Al caer la tarde, bajo un cielo hermosamente azul, al lado del cerrito de tierra que cubre la pachamanca, rodeado de cerros enormes y distantes, leve como la nube que trae el viento  llega a mi lado y busca mis labios. Se que me ama, aunque no lo dice y le cuesta aceptarlo. Al verla compruebo el hermoso regalo que me hice a mi mismo al venir.

Al descubrirse la pachamanca don Esteban insiste en que me fotografíe devorando la presa más grande y visible. Entre risas el flash resplandece y perenniza el instante. Por su parte, el macerado, surte afecto y efecto: “Esta bueno. Se siente el melocotón”. No menos evidente también resulta lo que siente mi corazón.

Al llegar la noche comienzan los brindis. Chacchamos, fumamos y bebimos hasta el amanecer. Y de su boca, a la luz de la luna  -mientras los hermanos conversan-, en la quietud cómplice del patio, rauda y sigilosa, llega también, no menos deslumbrante que el fulgor lunar, el ímpetu desolador de las palabras más conmovedoras y más  desesperadas que jamás podría olvidar.

Al día siguiente, a medía mañana, salí a divisar desde la colina. Al contemplar Ambar, tras los binoculares, mis ojos se nublaron de inmediato. Comprendí entonces cuanto la quería. No me equivoqué: antes de ir a su cama se las ingenio para llegar a la mía y regalarme un raudo beso de despedida.

Me dormí y me desperté pensando en ella. Y también pensando en ella caminé feliz los 10 km que separan Pumataquín de Ambar. Feliz de saber -sin saberlo- lo que una semana después me diria: “Solo se que te amo. Te amo, te amo y soy feliz. Inmensamente feliz. No te tengo en mis brazos pero estas en mi corazón, latiendo minuto a minuto, segundo a segundo, y eso me basta”.    

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