martes, 17 de julio de 2018

SETENTA AÑOS DE AMOR




Después de noventa y dos años de existencia el médico Carlos Rivera falleció el 12 de julio de 2018
La noche anterior, Elisa, su esposa, había presentido su partida.
Interrumpiendo su descanso, de pronto, lo había nombrado con ímpetu y ternura.
Hortensia, su hija, la escuchó con no menos ternura y sorpresa.
Sin embargo, de la sorpresa Hoti paso al asombro cuando -al otro día- oyó decir a su madre: "Que tristeza ¡"
Para entonces Carlos, su amado compañero, descansaba ya en paz.
Entonces a Hoti no le cupo duda alguna de que su madre, no obstante no ser informada aun, no ignoraba la extrema consternación que conmovía a su familia.
Setenta años antes se habían conocido.
Coincidieron en Lima.
Ella de Cajatambo y él de Chota.
Carlos era policia, pero el lugar donde se encontraron fue el hospital Dos de Mayo.
El motivo que los reunió fue una celebración de cachimbos ingresantes a la facultad de medicina.
Uno de los cuales era el apuesto policía que quedó prendado de Elisa apenas verla.
"Recién llegada del mundo", como diría Vallejo en uno de sus poemas.
Con todo, se trató de una comparecencia casual.
De manera que tan pronto concluyó la fiesta se perdieron de vista.
Elisa partió rumbo a Cajatambo para estar junto a su madre, cuyo nombre, dicho sea de paso, compartía.
Por su parte, Carlos debió lidiar enseguida con el arduo dilema de seguir siendo policía o estudiante.
Optó por ser ambas cosas.
En conclusión, el destino del guardia civil que permanecía más horas en las aulas de San Marcos que en las dependencias policiales no fue otro que el de ser sancionado.
Su castigo consistió en ir a cumplir funciones en una provincia -desconocida para él- de la sierra de Lima.
Cajatambo ignoto. Cajatambo remoto.
Eran tiempos en que aparecer en las calles de Cajatambo demandaba recorrer varias leguas de camino.
Cabalgando una mula de la guardia civil Carlos hizo su ingreso por primera vez.
Una vez instalado, Víctor Reyes Ballardo fue su primer y más cercano amigo.
Por eso mismo, fue Víctor quien lo invitó cierto día a degustar de una pachamanca en la afueras del pueblo.
Así llegó Carlos a Huamanaca.
Y así Elisa, rozagante y perpleja, lo vió reaparecer a Carlos nada menos que en Huamanaca.
Aquel día, fascinado por aquel venturoso designio, Carlos vislumbro con certeza absoluta la ruta de su porvenir.
También ella, que duda cabe, debió sentir lo mismo ante aquel guiño mágico de la vida.
En 1997 llegué un día a Huamanaca.
Enterado de que se encontraban en el fundo ganadero (que a la postre heredó Elisa), fui a verlos entusiasmado.
Tenía la impresión de que podía tratarse de sus últimas visitas juntos.
No me equivoqué.
La cornisa nevada del Wakshash resplandeciendo con el sol de la mañana era un escenario no menos cautivante que la historia de sus vidas.
Complacido por la visita del sobrino, a la sombra rumorosa y aromosa de los eucaliptos, Carlos me invitó a compartir su mesa.
Era la hora del desayuno.
Pero sobre todo, entre risas y bocados de un suculento bisteck (preparado por Elisa), de buena gana, me invitó a compartir su historia.
Una historia que yo sospechaba única y memorable.


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