Dudo mucho que hubiera alguien más genuinamente cajatambino que Chester. Ni tampoco puedo imaginar alguien que pudiera serlo más de lo que lo fuera él. Aun cuando su vida se puede resumir en unas cuantas palabras: Uriel Solórzano nació en Cajatambo y murió en Lima; su recuerdo sobrepasa al agricultor de Kunán o al constructor mudado a Atusparia, en el confín de la mayor megalópolis andina del Pacifico.
Pues Chester (Uriel para los papeles y para los extraños) fue, en todo cuanto hizo y pensó, un homenaje constante y rotundo a Cajatambo. Dotado, aun sin llegar a viejo todavía, del sereno regocijo de la memoria poseía un alma poblada de tesoros no por inasibles menos reales. Y acaso, por eso mismo, por sobre la elocuencia su atributo más visible fuera el de ser siempre un certero y consumado retrucador. Tan preciso como ameno. Entonces, era un deleite escucharlo. Dicho en forma más explicita: siempre tenía, como el mago bajo la manga, una referencia que daba lustre al comentario o las evocaciones de su interlocutor. Parecía un reposado sabio con mostachos disfrazado de albañil. Jamás conocí un interlocutor más hábil y desconcertante. Era Chester. Por eso, aunque su vida haya llegado a su fin, no ha terminado: ha de continuar en la memoria. Bastara con decir: “ Como decía Chester”.
Pues Chester (Uriel para los papeles y para los extraños) fue, en todo cuanto hizo y pensó, un homenaje constante y rotundo a Cajatambo. Dotado, aun sin llegar a viejo todavía, del sereno regocijo de la memoria poseía un alma poblada de tesoros no por inasibles menos reales. Y acaso, por eso mismo, por sobre la elocuencia su atributo más visible fuera el de ser siempre un certero y consumado retrucador. Tan preciso como ameno. Entonces, era un deleite escucharlo. Dicho en forma más explicita: siempre tenía, como el mago bajo la manga, una referencia que daba lustre al comentario o las evocaciones de su interlocutor. Parecía un reposado sabio con mostachos disfrazado de albañil. Jamás conocí un interlocutor más hábil y desconcertante. Era Chester. Por eso, aunque su vida haya llegado a su fin, no ha terminado: ha de continuar en la memoria. Bastara con decir: “ Como decía Chester”.
Por eso, a modo de despedida, ninguna evocación resulta más oportuna y precisa que la de recurrir a sus propias palabras para repetir su expresión más emblemática, perdurable y desafiante: “Mejor, queda mal”. Era Chester.
Solo cabe decir de su vida, lo mismo: “Mejor, queda mal”.
Solo cabe decir de su vida, lo mismo: “Mejor, queda mal”.
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