lunes, 21 de mayo de 2012

FELIPE, EL PINTOR DE CAJATAMBO







Felipe Coronado Jiménez nació en Cajatambo, (ignoro la fecha, pero no importa: ahora ya no tiene edad). Fue alumno  de la escuela elemental de varones 371, la más antigua de la provincia y conocida más por su ubicación que por su número: La Torre (N° 20001, en el siglo XXI). Aun cuando no fuera alumno de la primera institución secundaria  creada en 1960 (un colegio  que lleva el nombre de un político y abogado nacido en un paraje de Gorgor) Felipe, con no menos aprensión que ilusión que otros jóvenes que partieron luego de la creación del colegio "Paulino Fuentes Castro"y la construcción de la carretera también se marchó.
Pues con el acceso vial motorizado terminó una época y comenzó otra. Se fueron los cajatambinos y con ellos se fue Cajatambo. Pero también, a partir de entonces, las hijas y los hijos de los comuneros de Tambo, Antay o Astobamba, sin dejar de serlo, se hicieron docentes, enfermeras, abogados, ingenieros, médicos, policías, empresarios, etc. De todos, el de Felipe Coronado -hijo de un comunero de Tambo- devino en el caso más insular y singular al lograr vacante de ingreso en la ENBA
Cordial, metódico, apasionado, el paso de Felipe, sin duda relevante para su formación, por la Escuela Nacional de Bellas Artes, lo preparó para convertirse en artista plástico (el primero sino el único nacido en Cajatambo). Y lo fue. Pues acaso, más allá  de la lejanía estelar a las que confinan la fama y la gloria, Felipe prefirió y gozó ser un cajatambino igual que todos  aun cuando no lo fuera. Allí reside la  nobleza ejemplar de su vida. Más aún: Felipe nació y vivió para pintar las formas y los colores de Cajatambo.
La única vez que visité su taller (entonces ubicado en un segundo piso de la avenida Abancay) no tuve otra impresión que aquella  magnifica y conmovedora certeza: Felipe había transformado su reclamo cotidiano, su dulce agonía, en una forma de vida. En una diaria resurrección. No era solo añoranza, no era solo distancia, no: Felipe queria tanto a Cajatambo que de tanto reclamarla le brotaba a diario de las manos. (Y puesto que el pintor es el primer espectador de su obra lo imagino, más de una vez, solitario y feliz, estremecido de emoción al comparecer ante su propia creación).
Rayadas pulushas, almibarados ponchos, claros warmisukus con cintas negras, estrechas callecitas pedregosas, herrumbrosas calaminas, relumbrantes nevados, cielos despejados, pero sobre todo, sus inconfundibles usuarios. Todo, todo lo que yo también amaba y añoraba, estaba allí. Alineados uno tras otro la sucesión de óleos apilados con esmerado recaudo contenían no solo imágenes irrepetibles y entrañables sino, sobre todo, años de disciplinada y tenaz devoción creativa.
Al despedirme estreché su mano. Pero aquel gesto más  que una despedida fue en verdad un acto de reconocimiento. Un tributo para las manos prodigiosas que habían hecho posible lo que, hasta entonces, parecía un sueño: perennizar las formas y los colores de mi tierra. Transmutarlas en algo más perdurable que un recuerdo: en una obra de arte.
Pues, repito, la obra de Felipe se compone de un solo personaje: Cajatambo. Pero no es Cajatambo: es el Cajatambo que Felipe nos regaló. El Cajatambo que queda, perdura y nos espera.
No lo olvidemos: Felipe partió, su obra nos reclama.

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