Aunque “Prosas apátridas” es un libro que nunca he dejado de leer, es
también un libro que nunca dejaré de perder. Incluso uno de ellos, autografiado
por el mismo Julio Ramón Ribeyro pasó a manos de uno de mis entrañables amigos -con
ocasión de su cumpleaños- como testimonio de aprecio y admiración reciproca a
nuestro común maestro.
Libro irónico y melancólico, “Prosas apátridas” es una obra de factura - por su forma y por su fondo- extraordinaria.
Una sucesión de párrafos tiernos y deslumbrantes, breves y rotundos.
A continuación, de todos los párrafos que lo conforman tres para ustedes, mis
anónimos y estimados, vistantes-lectores:
La vida se nos da y se nos quita,
pero hay momentos en que la merecemos, quiero decir que depende de nosotros que
continúe o que cese. Y esto lo digo al recordar aquella noche atroz en el
hospital, en la cual lloraba desamparado sintiéndome perdido y sin ningún
socorro posible, pues hacía días que no dormía, mi cuerpo se evaporaba con la
transpiración, tubos sondas salían por la nariz, la boca, el recto, la uretra,
la vena, el tórax. Deseaba que me borraran todo y antes que nada mi propio
sufrimiento. Una enfermera vino a protestar por mis gritos y destempladamente
me hizo callar. Como los enfermos se vuelven niños, la obedecí y quedé flotando
en el silencio nurno. De pronto vi por la ventana que comenzaba a amanecer y
escen uché muy tenuemente el canto de los pájaros. Se acercaba la primavera. Sabía
que en el hospital había un claustro arbolado e imaginé que las primeras hojas
estaban por brotar. Y fue una hoja la que me retuvo. Quería verla. No podía
morirme sin abandonar ese cuarto y retornar aunque fuera de paso a la
naturaleza. Ver esa hoja verde recortada contra el cielo. ¿Por qué absurdo raciocinio
pensaba que mi vida dependía de ver esa hoja verde? Y me esforcé, resistí, luché porque llegara el día y me permitieran
contemplar por la ventana el patio. El médico lo autorizó al cabo de unos días.
Me bajaron en camilla por el ascensor. Y al llegar al claustro vi los arboles
implacablemente pelados, pero en la rama de uno de ellos había brotado una
hoja. Pequeñísima, traslúcida, recortada contra el cielo, milagrosa hoja verde.
Bebiendo vino en este soleado
pero fresco atardecer estival. Sin ganas ni contento, sólo para neutralizar una
nueva onda de melancolía vesperal. Traté de limpiar la alfombra del dormitorio,
pero a los diez minutos tiré el arpa, mejor dicho, la escobilla, la lengua
afuera y el ánimo por los suelos. Puse mis discos de música barroca, pero ni
Teleman, Purcell, Tartini, Marcello, Couperin,
me devolvieron el soplo vital. Reproduje una partida de ajedrez Karpov-Kortchonoi,
descubriendo imperdonables errores en este último, que naturalmente perdió.
Empecé a leer un artículo sobre informática, pero me di cuenta que no entendía nada
y maldije a su autor en lugar de reconocer mi ignorancia. Di un salto a la
cocina para ver que había que hacer por allí y frote con una esponja, desesperadamente,
un pedazo de muro sucio, sin resultado apreciable. Tiré la esponja, esta vez sí
literalmente. Le di una patada a mi gato y luego su comida, como justa
compensación. Releí una carta y me apresté a contestarla, a lo que renuncié,
pues no me sentía en forma epistolar. Miré por el balcón y vi en la Place
Falguiere al eminente orientalista doctor Fernando Tola, pero evidentemente se
trataba de cualquier huevón francés con anteojos y aire intelectual. Finalmente
descorché un burdeos y gusté una copa que me supo bien. Me paseé fumando por mi
bufete, sin saber qué hacer, me serví otra copa y recalé en mi escritorio para
escribir esta página.
Se tiende a pensar que el dinero
no nos puede dar felicidad, lo cual es cierto
y es falso. Cierto, en la medida que la felicidad absoluta no existe y
nada en consecuencia, ni el dinero, podrá proporcionárnosla. Falso, pues el
dinero nos soluciona todos esos innumerables problemas y contratiempos
cotidianos y materiales que embargan a la humanidad -lo cual ya es bastante-, nos permite realizar
ciertos sueños, satisfacer ciertos caprichos y reducir realmente al mínimo lo
que es realmente irrealizable. Si no nos hace totalmente felices, nos da al
menos la posibilidad de pretenderlo y en gran parte lo consigue. Es por eso un
error -y los ricos deben saberlo y fomentarlo- desdeñar el dinero. Paul Getty,
que fue en un tiempo el hombre más rico del mundo, decía que había tres cosas
que el dinero no podía conseguir: la salud, la cultura, el amor. Respuesta
curiosa y que, examinada bien, resulta justa. La salud, puesto que, si uno está
gravemente enfermo, no hay hospital, médico, tratamiento ni droga que lo cure;
la cultura, pues ésta no se compra, sino se adquiere a través del esfuerzo
personal, y el propio Getty lo sabía,
pues, a pesar de estar rodeado de cuadros y objetos de arte preciosos, no era
un hombre culto; el amor, lo cual necesita comentario, pues el dinero puede
adjudicarnos de por vida el cuerpo de una o cien mujeres, pero no su afecto ni
su pasión. Pero, a pesar de ello, el dinero suaviza, disimula o compensa estas
faltas: si no nos devuelve la salud, nos permite hacer menos dolorosa nuestra
enfermedad, si no nos da la cultura, nos permite rodearnos de todos los signos
exteriores de la cultura, si no nos da el amor, nos proporciona el placer de
los sentidos y la simulación del afecto amoroso.
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