En un extremo del segundo piso de la casa que construyeron mis abuelos,
las jergas de colores con fragante aroma a eucaliptos, después de años de ausencia, acoge mi primer
sueño.
Al despertar, desde la calle escucho volar las lejanas voces que labraron los sonidos de mi infancia. Enseguida, apenas abro los ojos, a través de la ventana, ningún despertar resulta mas grato de contemplar que ver los grandes árboles de eucalipto iluminados por la radiante luz de la mañana.
Siento regocijo de estar otra vez aquí, en la casa en donde transcurrió mi infancia. Pero en especial, me entusiasma saber que la fiesta patronal en este despertar de 1989 se encuentre en mi calle. Más exactamente en la casa de enfrente. En casa de doña Olga Salazar; pues Pedro, su hijo, es Capitán de la Tarde.
Escuchar las interpretaciones de la banda de viento, a unos metros, me conduce raudo y eufórico rumbo a la casa de la amiga de mi madre. Al ser recibido, tan pronto transpongo el portón de entrada, bajo el amplio hall veo a los músicos beber chicha hervida con ron, entre una canción y otra. Pero es aun demasiado temprano para recibir a los invitados, de manera que solo los más allegados concurren a los trajines previos a la recepción.
Sin embargo, en medio de aquel anodino ajetreo, de pronto un ruido súbito despierta mi atención. Se trata del rumor inconfundible de unos pasos en el entablado que anuncian una presencia cuyo nombre y existencia me resultan desconocidas.
Pues aunque abrí mis ojos viéndola siempre entrar y salir de la casa de enfrente, nadie hasta entonces me había dicho que doña Olga era madre de una hija. Una hija cuya aparición, luciendo un ceñido jean azul y un lentes oscuros, aquella mañana sencillamente opacó sin piedad la belleza de los eucaliptos y las nubes que rodean el pueblo en que nací.
Después del desayuno, rumbo a la banda -para dar inicio a su función de oferente festivo-, al compás de la banda de viento, Pedro emprende camino por la carretera para hacer las invitaciones en las calles de Cajatambo. En el trayecto se encuentra con su abuelo. Al verlo, emocionado se quita el sombrero adornado de Capitán de la Tarde y conmovido besa las rojas mejillas del viejo Antonio. “Ya hijo, ¡anda, anda! Yo estoy yendo a ver el ganado”.
A mediodía, camino a la plaza de toros, en el puente de Tawin, entre la comitiva de acompañantes, otra vez la vuelvo a ver, pero esta vez cabalgando un caballo castaño. Para entonces ya sabía cual era su nombre.
En la noche, al retorno de la corrida de toros, la banda interpreta antiguas canciones y los invitados bailan en el hall entablado que, como nunca, retumba jubiloso. Eran tiempos en que el motor que proveía de alumbrado eléctrico a Cajatambo cada noche a las diez cesaba de rugir.
Ella bailaba y yo la miraba. No tenía ojos sino para ella cuando la luz se extinguió. Entonces en la breve penumbra, en la fugaz espera, en el torbellino invisible, igual que un relámpago sus labios estallaron en los míos.
Jamás un beso en Astobamba fue, creo, más maravillosamente inesperado, pasajero y perdurable. Jamás.
Al despertar, desde la calle escucho volar las lejanas voces que labraron los sonidos de mi infancia. Enseguida, apenas abro los ojos, a través de la ventana, ningún despertar resulta mas grato de contemplar que ver los grandes árboles de eucalipto iluminados por la radiante luz de la mañana.
Siento regocijo de estar otra vez aquí, en la casa en donde transcurrió mi infancia. Pero en especial, me entusiasma saber que la fiesta patronal en este despertar de 1989 se encuentre en mi calle. Más exactamente en la casa de enfrente. En casa de doña Olga Salazar; pues Pedro, su hijo, es Capitán de la Tarde.
Escuchar las interpretaciones de la banda de viento, a unos metros, me conduce raudo y eufórico rumbo a la casa de la amiga de mi madre. Al ser recibido, tan pronto transpongo el portón de entrada, bajo el amplio hall veo a los músicos beber chicha hervida con ron, entre una canción y otra. Pero es aun demasiado temprano para recibir a los invitados, de manera que solo los más allegados concurren a los trajines previos a la recepción.
Sin embargo, en medio de aquel anodino ajetreo, de pronto un ruido súbito despierta mi atención. Se trata del rumor inconfundible de unos pasos en el entablado que anuncian una presencia cuyo nombre y existencia me resultan desconocidas.
Pues aunque abrí mis ojos viéndola siempre entrar y salir de la casa de enfrente, nadie hasta entonces me había dicho que doña Olga era madre de una hija. Una hija cuya aparición, luciendo un ceñido jean azul y un lentes oscuros, aquella mañana sencillamente opacó sin piedad la belleza de los eucaliptos y las nubes que rodean el pueblo en que nací.
Después del desayuno, rumbo a la banda -para dar inicio a su función de oferente festivo-, al compás de la banda de viento, Pedro emprende camino por la carretera para hacer las invitaciones en las calles de Cajatambo. En el trayecto se encuentra con su abuelo. Al verlo, emocionado se quita el sombrero adornado de Capitán de la Tarde y conmovido besa las rojas mejillas del viejo Antonio. “Ya hijo, ¡anda, anda! Yo estoy yendo a ver el ganado”.
A mediodía, camino a la plaza de toros, en el puente de Tawin, entre la comitiva de acompañantes, otra vez la vuelvo a ver, pero esta vez cabalgando un caballo castaño. Para entonces ya sabía cual era su nombre.
En la noche, al retorno de la corrida de toros, la banda interpreta antiguas canciones y los invitados bailan en el hall entablado que, como nunca, retumba jubiloso. Eran tiempos en que el motor que proveía de alumbrado eléctrico a Cajatambo cada noche a las diez cesaba de rugir.
Ella bailaba y yo la miraba. No tenía ojos sino para ella cuando la luz se extinguió. Entonces en la breve penumbra, en la fugaz espera, en el torbellino invisible, igual que un relámpago sus labios estallaron en los míos.
Jamás un beso en Astobamba fue, creo, más maravillosamente inesperado, pasajero y perdurable. Jamás.
Construida en la década del sesenta del siglo pasado, antes de la llegada de la carretera Pativilca-Cajatambo, en épocas en que en Cajatambo predominaban las casas con techo de ichu y paredes sin
pintar que exponían su color inmortal, la casa de la profesora Olga fue la vivienda más espaciosa y absolutamente colorida del poblado de Astobamba.
Símbolo de remota modernidad, conservada con primoroso esmero por su dueña, de trece viviendas destruidas por el fenómeno geológico que afecta al poblado de San Juan de Astobamba, medio siglo después de ser erigida y a una década de la partida de quien le dió existencia, es la última que aun herida de muerte muere en pié.
Con todo, aun cuando sus paredes rueden, los recuerdos que albergó jamás morirán. Jamás.
Símbolo de remota modernidad, conservada con primoroso esmero por su dueña, de trece viviendas destruidas por el fenómeno geológico que afecta al poblado de San Juan de Astobamba, medio siglo después de ser erigida y a una década de la partida de quien le dió existencia, es la última que aun herida de muerte muere en pié.
Con todo, aun cuando sus paredes rueden, los recuerdos que albergó jamás morirán. Jamás.
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