domingo, 14 de abril de 2013

EL PODER DE DECIR


1915-2013

Previendo este inexorable momento: el de que su palabra lo sobreviva, hace meses leí las más de quinientas páginas de "La gran persecusión", el libro testimonial de Armando Villanueva del Campo, escrito en colaboración con Guillermo Throndike; aunque a decir verdad, se trata más exactamente de una prolongada y prolija entrevista antes que un libro de memorias convencional. Un libro en que, con lucidez no exenta de ironía y rigor no desprovisto de piedad, el lider histórico del aprismo rememora y reconstruye el devenir de su existencia, que no es otro que  también el de su partido, el Apra, al que adhirió en su primera juventu, a los quince años. 
Ocurre que aunque parezca que la política -la historia política- pertenece solo a los triunfadores, a los que ganan elecciones y logran triunfos, la verdad de la vida y de la historia, es que más allá de las funciones del poder, el verdadero poder de quienes aspiraron ostentarlo (aun habiéndolo alcanzado) es el poder de la palabra. El poder de decir. Y en ese sentido, nadie como Armando Villanueva ha ejercido aquel poder con rigor, humor y sinceridad. 
Pues su caso es el de un hombre austero, consecuente y decente, que comienza presentando sus recuerdos dejando constancia de la irónica paradoja de que quienes emprenden escribir sus memorias lo hagan precisamente cuando comienzan a perderla. De igual modo, al cumplir 95 también, con no menos franqueza y lucidez -vía una entrevista televisiva- se refirió a la inminecia de partir: "Yo soy socratico: la muerte la espero con tranquilidad". "Yo creo que después de esta vida, lo único en lo que podemos pensar es en dejar un buen recuerdo". Y cuando el entrevistador le preguntó cómo es que quisiera ser recordado, precisó: "Fui un hombre leal a mis principios que se fundaron en la conciencia de la libertad y en el objetivo de la justicia".
Decía también que la mayor enseñanza que aprendió de Haya de la Torre fue la vocación de enseñar. Sobre todo, de enseñar con el ejemplo. Hijo de un médico y ex diputado de clase medía, casado con una dama de vieja estirpe limeña, fueron su padres don Pedro Villanueva Urquijo y doña Carmen Rosa del Campo, le cupo ser aprista cuando el Apra nacia. Inscrito aun siendo escolar, participo en el histórico mitin de la Plaza de Acho en 1931 y fue su primer secretario de  juventudes. Asimismo, a partir de allí, en una época en que hacer política suponía algo más que tener argumentos, burlando soplones y enfrentando policias, acumuló siete años de brutales confinamientos. (En donde, para tener el alma siempre en acción, aprendió a hacer el exacto recuento cotidiano de sus acciones -que incluía la compulsiva ávidez por la lectura- diarias; cosa a la que adjudicaba la acuciosidad de su sorprendente memoria).
Premier, ministro, diputado, senador y candidato a la presidencia de la república, Armando Villanueva logró, contra viento y marea, los mayores honores cívicos que puede alcanzar un ciudadano con pretensiones políticas; pero ante todo, sin duda, su mayor logro fue el de convertirse en el sucesor de Haya de la Torre en la conducción del aprismo. Y aun cuando Alan García ganó el derecho de postulación presidencial en 1985, su liderazgo, lejos de menguar, se acrecentó luego de afirmar: "Siento el orgullo de un padre que se ve superado por su hijo". Y así también, junto a aquel gesto de nobleza, a partir de entonces, hizo gala de una gracia, agudeza y sabiduria, insospechada en un hombre con fama de hosco, duro y parco; entonces devino en algo más que un político: en una presencia. En un interlocutor cuya palabra valía -tanto por lo que había leído como por lo que había vivido- de puente del presente con el pasado, del ayer con el hoy. Y por supuesto, con absoluta justicia, terminó encarnando la história del aprismo; del aprismo heróico, sabio y honesto. El de aquella generación legendaria que terminada la refriega y luego de camuflar las armas debian leer a Shakespeare o Platón.
Siempre lo escuché, algunas veces lo ví, pero jamás conversé con él. Ganas, ni ocasión, no me faltaron. Preferí valorarlo y tener algo que decir. Y acaso, por eso, ninguna imagen me parezca más oportuna de evocar que el recuerdo de una noche del siglo pasado en que al retirarse del atestado auditorio en que se rindió homenaje a Fernando Belaúnde por sus 89 años,  fuera el único concurrente (incluido el homenajeado) al que se le acercó dedidida una mujer para expresarle sus respetos y terminar por decirle: "Armando, ¿me permites darte un beso?". "Sí". Entonces -Valle Riestra lo acompañaba- Armando se inclinó, recibió el beso, le dió las gracias y siguió su camino. Y la mujer, por su parte, más que alborozada se alejo en silencio, orgullosa y conmovida.
Ese fue el Armando que se fue. Y por eso, es el Armando que nunca se irá.





   

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