Aun cuando una versión de edulcurante sabor mediatico que circula por el Internet asegure lo contrario, al torero colombiano Álvaro
Múnera, "El Pilarico", no lo retiró de los ruedos la piedad sino una grave cornada en la plaza de Albacete, una tarde de setiembre de 1984, a causa de la embestida de un toro -paradójicamente- llamado "Terciopelo" que condenó a Múnera a no volver a caminar jamás.
Sin embargo, ni al accidente ni a sus performances previas debe Múnera su celebridad, sino al hecho simple y frecuente de haberse convertido en la voz cantante de personas que aman al bistec y detestan las corridas de toros. Incluso aseguran que jura haber sentido ser un mierda al confrontar la inocencia en la mirada inmaculada de los animales que sacrificaba. (Aunque, sin duda, que esa no fuera la mirada de "Terciopelo"). Con todo, aun cuando Múnera se hubiese recuperado; y más aun, aun cuando Múnera se hubiera convertido en opositor a la matanza de los toros, cabe una salvadora salvedad que hubiera propiciado (puesto que un torero es artista antes que matador) el despliegue de sus dones.
La razón es muy concreta.
¿Porqué?. Pues ocurre que existe en el Perú un pueblo que aunque siente y comparte una
pasión rotunda por las corridas de toros, es al mismo tiempo, un pueblo
categoricamente opuesto a la tortura y ejecución del toro. Y no se trata
de simples toros, ni de simples toreros; sino de los de más pura casta, y en cuanto a los
capeadores, aquellos de la más virtuosa estirpe. Esta particular simbiosis, de
conciliación y abolición, no obstante, surgió una tarde funesta, inolvidable, en que
al ver sangrar al toro por el hocico con la punta de la espada
atrravezando su pescuezo, quien por poco termina ejecutado fue el
matador. Desde entonces, en Cajatambo el toro es el protagonista. Cada
año, durante dos días, se lidian cada tarde seís toros que valorizan un
promedio de 27,000 dólares, y que se compran para verlos actuar por no
más de veinte minutos. Y los toreros, de los mejores que actuan en el
país, cobran 1,500 por tarde, (obvio que en dólares). Con todo, la hora
suprema llega no cuando la filuda y fría espada hiende la carne del toro
sino cuando el torero empalma la mano abierta -que debía blandir la
espada- sobre el lomo sudoroso del toro, bravo y hermoso.
Para
quienes asumen, y defienden, la postura generosa de la abolición
tajante a las corridas sangrientas, es importante hacerles saber de
esta variante de genuina estirpe nacional.
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