viernes, 3 de febrero de 2012

MOMENTOS


Existen dos vidas, decía LAS: aquella que nos es dado vivir y aquella otra que nos permite la memoria ajena. De manera que, aunque suene a muletilla necrológica, es verdad que morir no es perder la vida sino naufragar en el olvido. Naufragio del que, tarde o temprano, casi nadie se libra.
Más, habida cuenta, sí, como se asegura, que una de las cosas que más alienta y estimula la existencia humana es el reconocimiento prójimo, no deja de ser lamentable que quienes ostentan o alcanzan aquel raro privilegio, no puedan disfrutarlo. (Salvo excepciones: Mario Vargas Llosa, que, además de ser el nombre del célebre escritor es también nombre de auditorios, clubes, centros culturales y escuelas).
Acaso, por paradójico que resulte, lo grandioso de la existencia humana sea que a pesar de su brevedad y fragilidad, o por eso mismo, sea perdurable. Y lo sea precisamente porque esta hecha de memoria. Tanto que el frontis del local que guarda la memoria estadounidense, el NARA, luce una inscripción rotunda: “Porque el pasado es el futuro”. Que duda cabe: nada existe que no se haga pasado. Aun cuando no todo lo pasado merece ser recordado.
Pero lo cierto es que alcanzar un lugar en la memoria no se limita a los confines ni del éxito ni de la fortuna. Al respecto, antes que explicar prefiero evocar un episodio que lo explica por si solo. Ocurre que cierto día un par de muchachos salieron de Lima rumbo a Chaclacayo con un propósito memorable: conocer a José María Arguedas y expresarle su admiración. Al verlos aparecer el escritor decidió agasajarlos en un restaurante próximo a su casa. De pronto, cuando se desenvolvía la conversación en una clima de cordial regocijo, los muchachos advirtieron que la ventana comenzaba a llenarse de rostros que asomaban curiosos y expectantes. Entonces, emocionados y envanecidos, por un instante, a través de aquella ventana los muchachos creyeron entrever la mirada de la posteridad. Sin embrago, la ilusión duro muy poco, pues apenas abandono una de las mesas un hombre alto y desgarbado los eufóricos mirones también desaparecieron. Aquel hombre era un saxofonista argentino, muy de moda entonces.
Con todo, aunque parezca lo contrario, las digresiones precedentes no tienen otro propósito que ponderar el legado del médico Pedro Reyes Barboza. El médico que sera recordado no solo por la dedicación a su profesión y la gratitud que convoca su memoria por parte de quienes fueron sus pacientes, sino también por quienes año a año, celebración a celebración, nunca -aun sin saberlo- dejaran de agradecerle ser el autor de “Cajatambina”, la canción más conmovedora, representativa y preferida de Cajatambo.
Parece mentira, aunque para quienes lo quisieron existan muchos otros momentos, para la puntilloza posteridad solo existe el día en que Perico compuso la canción y el trágico minuto -no debió durar más- en que cayó el helicóptero para qué siga con nosotros sea en nuestros momentos mas alegres o al caminar por la calle que lo recuerda o ingresar al hospital que rinde homenaje a su sacrificio.
Para terminar, ¿quién era LAS? Era, es, Luis Alberto Sánchez, tres veces rector de San Marcos, autor de más de 100 libros, amigo de Haya, Mariategui y Vallejo, una de las figuras más vastas, prolijas, sutiles y fundamentales del siglo XX.

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