lunes, 26 de agosto de 2013

LOS RODRÍGUEZ


Entre 1996 al 2000 existió un periódico, EL Sol, que murió cuando falleció el empresario minero a cuyo cuantioso capricho nació: Andrés Marsano Porras. Por su diseño y contenido no merecía perecer, pues fue un diario precursor del país que vendría después. Un día aparecí en una foto de su caratula, una lúgubre foto en la que se me ve (me veo) cargando un ataúd vacío. Con todo, El Sol era mi casa. La casa de mi espíritu. Cada sábado compartí en sus páginas artículos con un respetable  ex presidente de la República, un ex comandante general del Ejercito y un constitucionalista en funciones. Del papel traslado a la pantalla un texto de tributo que publiqué en El Sol y que explica un par de fotos que acabo de descubrir en la red.

El 2 de enero de 1998, a las 4:30 de la tarde llegué al lugar donde fueron sepultadas doce personas. Miré con tristeza  lo que siempre vi y no lo que estaba mirando: cinco rusticas casitas y un puente de madera. Me resití a creer lo que veia: cinco casitas y un puente que ya no existían.
Enormes bloques de piedras diseminados sobre el lecho del río como vísceras brotando sobre la piel de la tierra era todo cuanto quedaba de lo tantas veces visto y visitado. Solo unos retazos de planchas de calamina magulladas y trituradas sugerían alguna amable señal de vida. Era evidente que aquel recodo que habitaron los descendientes de Serafín Rodríguez murió con ellos.
Muchas veces al caer la tarde, luego de arduo caminar, antes de cruzar el puente rumbo al fundó que nos legó mi abuelo me detuve a conversar y degustar la hospitalidad del "Cabezón Shella" y doña Shahui, su mujer. Pero esta vez era diferente estar allí. Luego de veinte horas de caminar de cara al barro y la desolación, al llegar a Lascamayo trato de recordar como eran las dos parcelas junto al río que el huayco  nos ha robado. Y al igual que en lugar de la tragedia, las miro sin verlas.
Nuestra casa y la de mis vecinos permanecen temerarias sin nadie. Me cuentan que todo pudo perderse, pero ocurrió que el barranco desvió su curso hacia el cerro. No obstante, a pesar de la destrucción la parcela que hizo cultivar mi madre reverdece. "Te damos una mano", me dicen. Yo agradezco.
Años antes, cuando nadie imaginó ver aquel remoto rincón de la quebrada en todos los canales de la televisión y todos los periódicos del Perú, un día pasaron por puente un grupo de gringos con sus mochilas. Se detuvieron donde el viejo Shella y enseguida siguieron camino arriba. A partir de entonces, el viejo Shella no hacía otra cosa que responder a cuanto le viniera en gana: "¡Okey! ¡Okey, carajú!"
Nunca dejó de intrigarme porque, después de cada peligro, aunque decían que se mudarían jamás se fueron.  Después de todo, aquel curso de aguas era morada familiar desde sus abuelos. Y por eso allí se quedaron hasta que la tarde del 27 de diciembre de 1997, después de una lluvia torrencial, un alud descomunal se los llevó para siempre.
Un puñado de cruces y una rústica capilla recuerdan, a partir de entonces, a una abuela,  a sus dos hijos y sus mujeres y a sus siete nietos despedazados por el lodo y las piedras.
Poco antes de la desgracia un cáncer acabó con la existencia del viejo Shella. Dicen que partió lamentando irse sin los suyos. Sin Shauina, su mujer; sin Quile y el Che, sus dos hijos; sin Charo y Yola, sus nueras. Y sin sus siete nietos que siguieron sus pasos.
El tiempo y el pasto que rodea las piedras apacigua la violencia mortal de los hechos. No importa, a pesar del pasto y del olvido, aquella será siempre en mi memoria la morada del viejo Shella. El patio amable en donde, altivo y ceremonioso, lo veo cada tarde coger unas verdes y secas hojitas de coca para saborearlas como si se tratase de la vida misma.

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