viernes, 25 de abril de 2014

TORO TORO

Ingreso a caballo del Capitán de la Tarde y sus damas.

En Huacho, en una esquina de la avenida principal que conmemora el día de la Independencia, de pronto, enfundado en un pantalón oscuro, una camisa celeste y un pulóver azul, coincido con quien desde que tengo memoria conocí cabalgando briosos corceles y conduciendo una de las mas promisorias ganaderías del Valle de Ambar. No por nada, siendo joven, por disposición del ministerio de Agricultura, apareció un día en el pueblo para hacerse cargo de la atención de los ganaderos. Llegó por trabajo y se quedó por amor. Por amor a Carmen, la guapa ambarina que le dió cinco hermosas hijas y un hijo varón, (a quien puso el nombre de su padre: Genaro).
El tiempo pasó, y la época de los caballos y la ganadería también, pero no la gratitud y el orgullo de haberlos forjado y vivido. Pues, a sus casi setenta años, Adán Quinteros es, al igual que casi todos los antiguos ganaderos de Ambar, dueño de plantaciones de duraznos que han convertido al distrito en uno de los principales valles frutícolas de la región. Con todo, Adán es, y seguirá siendo, ganadero y sobre todo cajatambino. Tanto, que aun su hijo y sus hijas, pese a haber nacido en Ambar, comparten su pasión y preferencia por Cajatambo. De manera que, efusivo y enfático, precisa: “Fíjate tu, todas mis hijas han salido damas aquí en Huacho. En mi casa hay de recuerdo una colección de vestidos”. No es para menos, Adán y Carmen, son la pareja que mas ha contribuido al embellecimiento de Ambar para gratitud de Cajatambo.
Le menciono que lo ví en la reciente reunión de la comunidad cajatambina en Huacho saboreando un mate de pari. “Claro, yo también te ví”, me responde. Enseguida, me dice que tuvo que irse por una urgencia y que le mortifica no haber comprometido su apoyo para el Capitán de la Tarde Taurina 2014 oferente del convite; pues precisamente, para eso se organizan los wilakuy, para decir en que va a consistir el aporte que garantice el éxito de la celebración.
“Tanta sería mi emoción y entusiasmo que más antes me venía desde  Ambar hasta Huacho con mi caballo. Que cojudo, digo ahora, cuando, en vez de maltratar mi animal, podía haberlo traído en un camión”. Sin embargo, aunque no lo dice, más podía la pasión de ser un chalán y un hombre orgulloso de honrar la herencia del pueblo en que nació. 
Capitán de la Tarde: Juan Zevallos Arias. 1972.
“La verdad que yo he vivido otra época y lo que se hace ahora en Cajatambo en la fiesta, para mí, ya no es fiesta”. Dice que se trata más bien de un acto de lucimiento y de legitimación social y económica. Un modo de exhibir y proclamar solvencia y prosperidad antes que identificación y devoción. Dice que en sus tiempos, hasta la década de los sesenta del siglo pasado, las comunidades campesinas patrocinaban sus fiestas y las familias notables del pueblo la celebración de las tardes taurinas. “Cada cual por su lado, pero con  mucho respeto y cordialidad”. (Acaso a ese respeto ancestral, me pregunto, se deba a que en Cajatambo a nadie se le llame por un apodo y en Ambar, en contraste, nadie tiene mejor nombre que un apodo).
Entusiasmado por sus recuerdos me sugiere sentarnos para beber algo. Recalamos en un pulcro restaurante y alzando sendos vasos con jugo de frutas brindamos por el pueblo al que nos debemos. “En mis tiempos, dice, un ganadero era el hombre más importante que recorría los pueblos con su caballo”. Con su caballo y su revolver, pienso. No exagera, ni mucho menos, en épocas donde la agricultura era para el consumo local, la economía rural se sustentaba ante todo en la única actividad cuyo producto, sin carreteras, era posible movilizar: la ganadería. Por tanto, el ganadero no era un simple comprador, sino todo un personaje investido de atributos de banco ambulante y salvador providencial. Por eso mismo, para nada celebra ni  pondera la renta de sus tierras que producen duraznos, sino toda su nostalgia se concentra en su época de ganadero. Una época que además de negocios tiene más de venturas y aventuras.
Pueblo ganadero y taurino, Cajatambo, cada 30 y 31 de julio, año a año, se paraliza para espectar las corridas de toros en tributo de su patrona: Santa María Magdalena. Se trata, sin duda, de una tradición que de seguro surgió al mismo tiempo que la actividad ganadera en su territorio. Pero fue en el siglo XX, a consecuencia del prestigio de la actividad taurina en España, que en pueblos como Cajatambo arraigó aun más aquella herencia. De tal suerte, que hasta las bailoras del flamenco, encontraron un lugar en las celebraciones patronales del pueblo cajatambino.
“Antes, dice Adán, la fiesta comenzaba desde la traída del ganado bravo. Todo eso ya no existe”. Es verdad, los toros que se lidian en estos tiempos en los ruedos portátiles, bajan del camión y después de unos minutos, desaparecen del mismo modo que llegaron. Resulta tan mecánico y previsible el procedimiento, que todos lo toreros terminan pareciendo un solo torero y todos los toros un solo toro. De manera que, valgan verdades, de mucho no sirve que cuesten tanto para tan poco. Pues, salvo la elegante coreografía que lo precede, para estas corridas ya no resuenan los chicotes en los caminos, ni el pueblo, entre temeroso y curioso, mira y comenta que los temidos bravos están llegando, conducidos por no menos bravos e intrépidos chalanes cajatambinos.
“En otros tiempos, luego de tener autorización de los dueños (el principal fue Teófilo Reyes) el Capitán invitaba a los ganaderos más calificados para traer los bravos. Los reunía en su casa y los agasajaba. Entonces quedaban comprometidos para garantizar que en la plaza, el día de la corrida, aparecerían los bravos mas bravos de la provincia”. Teófilo Fuentes Rivera, Eutimio “El Chino” Rivera, los hermanos Andrade y Adán, el calichín, eran los héroes de aquellas gloriosas y remotas jornadas. Las haciendas de Shiri, Izco y Pumarinri, de Teófilo Reyes, eran los apartados confines de donde provenían los más viejos y bravos bravos. “Cuando llegábamos, después de entregarle los regalos del Capitán de la Tarde al pastor, nos poníamos a chacchar. Después, para escoger, el pastor entraba al corral y los iba separando. Los arriaba igual que a ganado manso. Era el único que podía hacer eso, pues lo conocían. Una vez separados, Eutimio entraba a caballo para ver si embestía y después le hacia frente con la manta Teófilo. Una vez probados y aprobados, cuando la manada partía, yo a mis dieciséis años me encargaba de ir adelante para avisar a la gente que venían los bravos”.
Recuerda a Juan Chamorro y Pichijuana, los legendarios personajes de las tardes taurinas de Cajatambo. “Eran marido y mujer. Vivian en el molino de Cuchichaca. El era trenzador. Le llevaban cueros y el entregaba cabrestos y cabrestillos, según le pedían”. Con un cabresto cruzándole el pecho y calzando un shucuy de estreno, Juan Chamorro, y su mujer, con su pollera y su manta a la espalda, seguida de un perrito blanco –de allí la chapa- aparecían en la plaza, ante el júbilo y la expectación del pueblo. “Pero era ella la que toreaba”, recuerda Adán. “Se ponía a bailar y cuando el toro embestía del modo más sorprendente y simple hacia un giro, y el toro se pasaba. Entonces la gente gritaba y aplaudía”.
Fornido, rubio y rozagante, Antonio Salazar, a pesar de sus ojos claros, fue una cajatambino con alma indígena. Ganadero legendario y notable danzante, cierto día hacía alarde de temeridad parado al pié de la baranda. “Salió un toro blanco jaspeado, cachudo y lanudo. Era un toro viejo. Corrió a embestir por toda la plaza y cuando el viejo Antonio penaba subir, lo agarró. Cogido de la barriga lo llevó al centro”. En tales circunstancias un clamor aterrador se adueño de la plaza. La policía intento balear al toro pero se lo impidieron: era preferible que Antonio muera en el ruedo a que ruede inerte a causa de un mal tiro. “En eso, apareció Pelayo Fuentes Rivera y con la manta llamó al toro, y este, para embestir, bajó la cabeza y entonces Antonio cayó al suelo y se fue rodando”. Pero a pesar que el toro lo tuvo suspendido de la barriga, tal si se tratase de un milagro no se veía por ninguna parte el más mínimo asomo de sangre en el cuerpo adolorido de Antonio. Pues lo que en verdad sucedió es que en su embestida el toro engancho no el vientre sino el waccho (la faja) que acostumbraba llevar el veterano ganadero.
“A pesar de que me gustaba arrear los bravos yo nunca torié. Tampoco la única vez que entré a la plaza”. Recuerda a Ruth y su desafío: “Si toreas”. El día de la corrida soltaron una vaca y ella le lanzó su pañolón, decidido Adán enfrentó el reto, pero llegando a su lado el animal se dió la vuelta. “No importa, le digo, tu hiciste  tu faena y ella tenía que compensarte”. Se mata de la risa y más chino que nunca, jubiloso de haber exaltado su nostalgia, me abraza para despedirse. Al verlo partir, recuerdo las palabras de mi madre: “Bien dice el dicho: quien fue buen joven será buen viejo”.     

1 comentario:

  1. Interesante el comentario, ya que nos traslada a las épocas en que lo tradicional y la originalidad de las costumbres cajatambinas, han sido parte de su identidad, que lamentablemente con el transcurrir de los años, se han venido perdiendo; sin embargo, siempre será posible revertir esta tendencia; para ello habrá que crear consciencia de la importancia de preservar las costumbres y tradiciones cajatambinas.

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