jueves, 20 de diciembre de 2012

LA MARCA DE LA MUERTE



Yungay, al igual que Pompeya, la tarde del 31 de mayo de 1970 se convirtió en una ciudad sepultada; el nevado del pico norte del Huascarán -del mismo modo que las cenizas del Vesubio en el 79 de nuestra era- causó la hecatombe que la cubrió en breves minutos. Desde entonces, Yungay es un camposanto que fue una ciudad hermosa (y mucho más hermosa durante las noches de luna llena). Una ciudad muerta donde solo habita el recuerdo.

Cuando la visité, durante la Semana Santa de 1987, el día de mi llegada habían terminado de retirar un cuerpo sepultado al ingreso de cementerio. Por estar construido en un morro natural el lugar destinado a los muertos fue también el lugar de salvación. Sin embrago, no todos los que alcanzaron el cementerio llegaron a salvar sus vidas sino simplemente quedar allí donde -tarde o temprano- habrían de llegar. Fue el caso de aquel infortunado que me mostró el guardián. Aunque en realidad lo que vi no fueron sus despojos sino algo más conmovedor: el hueco que había dejado su cráneo y su brazo izquierdo.
No recuerdo cuanto tiempo permanecí allí, solo sé que luego no me importo ver nada más. Supe entonces que más atroz que la misma muerte, es la marca de la muerte.




 

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