Yungay, al igual
que Pompeya, la tarde del 31 de mayo de 1970 se convirtió en una ciudad
sepultada; el nevado del pico norte del Huascarán -del mismo modo que las
cenizas del Vesubio en el 79 de nuestra era- causó la hecatombe que la cubrió en
breves minutos. Desde entonces, Yungay es un camposanto que fue una ciudad
hermosa (y mucho más hermosa durante las noches de luna llena). Una ciudad
muerta donde solo habita el recuerdo.
Cuando la visité,
durante la Semana Santa de 1987, el día de mi llegada habían terminado de
retirar un cuerpo sepultado al ingreso de cementerio. Por estar construido en
un morro natural el lugar destinado a los muertos fue también el lugar de
salvación. Sin embrago, no todos los que alcanzaron el cementerio llegaron a
salvar sus vidas sino simplemente quedar allí donde -tarde o temprano- habrían
de llegar. Fue el caso de aquel infortunado que me mostró el guardián. Aunque
en realidad lo que vi no fueron sus despojos sino algo más conmovedor: el hueco
que había dejado su cráneo y su brazo izquierdo.
No recuerdo cuanto
tiempo permanecí allí, solo sé que luego no me importo ver nada más. Supe
entonces que más atroz que la misma muerte, es la marca de la muerte.
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