Después de 17 años de ausencia mi hermano decidió volver a Cajatambo (en donde, precisamente, a los 17, ó, poco más, se hizo padre). La noche del 6 de diciembre de 2012, se apareció, sereno y resuelto, con su mujer y sus consecuencias conduciendo un recio rodado (convertido para la ocasión en un wawasi móvil). Y aunque se trataba de asistir solo a la misa del hermano de nuestra abuela (que, a los 100 años, a sobrevivido a sus 8 hermanos) me sorprendió su decisión y entusiasmo (más aun teniendo en cuenta que un día me había dicho: “Para mí Cajatambo no significa nada. Yo prefiero Ambar”). De modo que, considerando el tiempo transcurrido y las contingencias del viaje, no tuve más remedio que relevar una promisoria reunión en la más estupenda casa de campo de la campiña de Huacho por horas de inclemente e insomne zarandeo; y lo que es peor, lejos de mi amada.
Luego de una tregua reparadora, partimos desde Huacho a las 12:30 de la madrugada y llegamos a las 6:30 del viernes 7. De Pativilca hasta Cahua dista 66 km. Entre cañaverales y parcelas la carretera -mezcla de asfaltado y trocha- sigue el curso del río Pativilca y recorre el territorio de la región Ancash. Cruzando el puente que conduce al poblado de Cahua (850 msnm) empieza Cajatambo. A 84 km de Cahua y a 3200 msnm, entre un cañón vertical y una empinada ondulación, se encuentra la capital provincial: Cajatambo. Precisamente a partir de allí, de Cahua, la carretera -estupendamente compactada- resulta impresionante, y hasta intimidante, no por haber sido mal construida ni mal trazada, sino, por el contrario, por la proeza de superar vastos y sobrecogedores abismos. De manera que, si es habitual definir la geografía andina como dramática ningún recorrido más convincente, y emocionante, que viajar a Cajatambo.
Volvemos a Astobamba. A la vieja casa de patio empedrado y torneados balcones de quien fuera don Augusto Villanueva Marín. La casa del abuelo que lo fue también de la maternidad de nuestra madre y escenario de los días más gratos y tristes de nuestra infancia. Venerable morada que fue, y sigue siendo, la más imponente y confortable del poblado. Lo paradójico es que su dueño casi no la habitó. Salvo por días, ó, a lo más, por unos cuantos meses. Primero cada vez que se lo permitía sus arduas labores de administrador de la hacienda Colpa (cuando esta era de lejos, con más de 2 mil reses, la de mayor concentración ganadera de Cajatambo) y después cada cierto tiempo al volver de Ambar, donde terminó por afincarse. Solo cuando el cáncer determinó su fin inexorable aquella casa sirvió al abuelo más que para vivir para -literalmente- esperar la muerte. Y allí expiró un 29 de setiembre de 1967, un día del cual mi hermano y yo a pesar de nuestra breve edad (2 y 4 años) guardamos ineludible recuerdo.
Al morir el abuelo una casa amplia y solariega en Cruz Blanca, el barrio más tradicional de la campiña de Huacho, sustituyó a nuestra añorada casa de piedra y balcones. Y a partir de entonces también Ambar ocupó el lugar de Cajatambo. Chacras, caballos, vacas, quesos y manjar blanco. “Nunca olviden que a este pueblo lo debemos todo”, decía mi madre. Y es verdad, todo. Más, mucho más, hasta mujeres, nos dio Ambar.
Con todo, a pesar del olvido -ó, acaso, por eso mismo- un día se me dió por volver a Cajatambo. Pero lo cierto es que más que volver me atraía la forma de hacerlo: a caballo del mismo modo que los viejos viajeros. Entonces, vencida todas las argumentaciones de mi madre para desistir (la beta que bota por igual a bestia o jinete, la principal) logré su complicidad. Fue el más maravilloso regaló que le agradezco. Pues cuanto pasa más el tiempo más disfruto de aquel viaje que me condujo no solo a Cajatambo sino también hacía estas palabras. No es para menos: mirar el Huayhuash desde un pico de roca de casi cinco mil metros de altura era un privilegio de otros tiempos. Sin embargo, gracias a mi madre lo fue también el mío. Y lo sigue siendo: el Huacshash y el Yerupajá esperándome cada mañana en la pantalla.
En la pétrea desolación de la noche una rauda luz señala el rumbo de nuestro destino. Pues no es este un simple viaje más sino el discreto y entusiasta retorno a nuestros orígenes. Al pueblo y a la casa que le dio vida a nuestras vidas. Pero además también porque mi hermano lo es sobre todo por los libros leídos y las aventuras compartidas. Me impresiona su destreza para enfrentar curvas y baches, parece ansioso por llegar. De pronto, debe detenerse y descender: piedras a mitad de Cañón Huayhuagpunquio (que quiere decir: donde el viento grita) y en medio de la oscuridad. En esas circunstancias me reconforta acompañarlo.
Ciprés y eucaliptos de Ambar |
El amanecer nos alcanza en pleno ascenso de las curvas de Tumac. Nadie pensaría que es la primera vez que mi hermano conduce. Ríe y rueda. “Prepárate, le digo, la huerta de mamá ya no está donde la imaginas”. Al llegar lo corrobora: “Mierda, ¿qué es esto?” El asombro resulta evidente: la huerta está cinco metros debajo de donde mi madre lo dejo. Por eso dicen, y es verdad, que Astobamba se hunde. Pero así hundida, a pesar del colapso, me complace tener a la vista, enhiestos y felices, un ciprés y cuatro eucaliptos ambarinos que sembré.
Tan pronto ingresamos a la casa Lisbeth (9) y Joaquín (2) me acompañan hacía el balcón que da a la calle. “¿Qué les parece? ¿Les gusta?” “¡Sííí!”, responden al unísono. Al verlos, y oírlos, tengo la sensación que es mi madre, a través mío, quien les da la bienvenida. Pues, aunque nuestra infancia se fue, el hermoso balcón construido por el maestro ebanista Jiménez perdura intacto para alegría de una niña que sonríe acentuando sus hoyitos y un risueño niño rubio que, al igual que mi hermano y yo, nunca lo olvidaran. Al final, más que para la misa, se me ocurre que para regalarles aquel recuerdo es que hemos venido. Y puesto que, por lo general las cosas y las casas, sobreviven a quienes la hicieron posible, con más razón.
Después de dormir vuelve el fogón a arder con la leña de eucaliptos que mamá hizo cortar y trozar. Nilda, mi cuñada, es quien ahora se encarga del fuego familiar. No dice nada pero su esmero lo dice todo. Enseguida nos dirigimos al cementerio. Flanqueado por fragantes eucaliptos a través de un camino empedrado llegamos hasta la tumba del abuelo Augusto. El lugar más venerado por nuestra madre. “Gracias por la mamá que nos diste”, le digo, y unas lágrimas silenciosas, y no por eso menos jubilosas, corroboran mis palabras.
Camino de la iglesia para asistir a la misa me encuentro, cruzando Capillapampa, con Alberto Balboa, primo de mi madre, quien también residió en Ambar (distrito donde nacieron 5 de sus 16 hijos). Le dicen Cachaco, en Astobamba; en Ambar, le decían, Zacatín. Al llegar al templo, que luce no solo impecable y reluciente, sino también lleno, me conmueve contemplar el altar colonial magníficamente restaurado. Tengo la impresión, mejor dicho: me atrevo a conjeturar, que luce mejor aun que cuando lo construyeron hace tres siglos.
Salvo el altar, el templo en su totalidad es otro templo y también el mismo. Las paredes de adobe se volvieron de ladrillo y el piso de áspero cemento en lustrosa loseta. No lo construyó el gobierno regional, la municipalidad o algún organismo de cooperación, no, se trata simple y llanamente de una donación personal. Sucede que cuando Comberción Balboa, “Combicho”, murió, su viuda decidió hacer cumplir su voluntad: llevarlo a Cajatambo. Entonces, hijos y nietos aparecieron por Astobamba. Al cumplirse el año de su fallecimiento, durante la misa, consternado por las grietas que fracturaban las paredes del antiguo templo, Jesús, hijo de “Combicho”, preguntó al sacerdote con quien había que tratar para que autorizara reconstruir el templo. La incrédula respuesta del cura se hizo esperar, y fue reír en lugar hablar. “Por favor padre, no se ría, la iglesia da pena pero mucho más su falta de fe. Yo soy constructor y necesito su apoyo”, le dijo el hijo de “Combicho”. En el 2011, en poco más de tres meses, por obra de sus maestros más veteranos y el trabajo pagado de algunos comuneros y la gracia de Jesús Balboa Serna, Astobamba vio aparecer, o más bien: reaparecer, -a pesar de las grietas del suelo que ha devorado más de una decena de viviendas- el más esplendido templo de los pueblos rurales de la región Lima.
El sábado 8, después de volver del ordeño en Quichquina, previo al regreso, nos tomamos unas cervecitas con el tío Nasser (hermano de Jesús) en una tienda de Muñapampa, próximos al arco de bienvenida. El sol reverbera, sentados sobre unos troncos de eucaliptos se extiende ante nuestra mirada el verdor de otros eucaliptos y sobre todo la grata presencia de Astobamba. Más todavía: la enternecedora presencia de la casa del abuelo, con sus paredes blancas y su balcón celeste, (que al mirarla parece mirarnos).
Antes de partir, mi hermano insiste en volver al cementerio. Blande un lampa (que ha cogido del deposito de herramientas) y remueve la tierra de la única tumba rodeada de rosas (que nuestra madre cultivó y cuido). De seguro le encantaría verlo hacer lo que veo que hace. (No por nada, jamás lo olvidaré, sobre su cuerpo yaciente, alcancé a decirle: “Mamita, por ti vinimos y por ti vivimos, y aunque te vas seguirás con nosotros, nuestros pies serán tus pies, nuestra voz tu voz y nuestros ojos los tuyos”). “Aquí traeremos a mamá y a mamá Digna”, dice. “Y a mí también”, pienso.
“Acuchito mozo, nuna conocido, maychopish saychopish warmikuna wichkapayalan”, repetía mi madre y sonreía. Atento, diligente y efusivo, jamás pasaba desapercibido. “Yo conocí a tu abuelo”, recuerda don Regulo. “Tu no te imaginas, tu abuelo era un Jorge Negrete”. (Tan lo fue que hasta alguna tía paterna -antes de serlo- sucumbió a sus encantos).
Llega la hora de partir. Sentada junto a la puerta de un zaguán que da hacía la carretera y el área sumergida encuentro a la tía Allica: esposa del partero del pueblo que atendió el nacimiento de mi hermano. Empuña un bastón de madera y porta, para protegerse del calor, un sombrero blanco con cinta negra (similar al que lució nuestra mamá durante medio siglo en Ambar). Al despedirse manda saludos para mi abuela: “Aunque no se acuerde”, precisa.
A la salida del pueblo, puesto que el colapso de la red de servicios básicos ha devuelto al uso de los puquios, las mujeres que lavan prendas y conversan alzan sus manos sonrientes al vernos pasar. En Huaynupampa, el lugar donde Fernando Belaunde inauguro en 1966 la carretera, Simón Sáenz que nos viera jugar en la plaza de Astobamba del mismo modo que en aquel instante nos ve partir, alza los brazos y también sonríe. Y al verlos sonreír, entre tanta sonrisa, es imposible no creer que hasta la vida también no sepa sonreír.
Es impresionante como describe cada detalle vivido. Es eso justamente lo que hace sentir Cajatambo cada vez que lo visitamos.
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