miércoles, 3 de septiembre de 2014

WAGRAJ PUKLLAY

Plaza de Ambar
Desde mi más remota infancia jamás olvidé las corridas de toros que ví en Cajatambo, durante las fiestas patronales en honor a Santa María Magdalena, cada 30 y 31 de julio de cada año. Por eso en Ambar, en el fundo familiar, en Lascamayo, nada disfruté tanto en mi temprana juventud que simulando torear a una vaca que no simulaba embestir. Una vaca pinta que cargaba con energía, aún cuando ni se movía. Bajaba y subía la cabeza y giraba veloz el pescuezo cada vez que le tendía la manta. Tanto, y con tanta destreza practiqué que, un día, no tuve más pensamiento que no fuera ir a la corrida en Ambar.
Cada 17 de agosto, en tributo a la Virgen de la Asunción, la prodigiosa “Mamá Shona”, el pueblo de Ambar también acarreaba, igual que en Cajatambo, vacas y toros para lanzarlos a una improvisada plaza. Entonces, toda la concurrencia, igual que en Cajatambo, se reunía alrededor de una explanada ubicada detrás del templo.
Con veinte años y algunos cientos de lecturas –entre ellas “Muerte en la tarde”- pululando en mi alma, el 17.8.1982, caminé todas las horas que entonces demoraba recorrer los veinte kilómetros de Lascamayo a Ambar pensando en la corrida. Con todo, al llegar y comparecer ante una veintena de reses agitando sus afiladas astas no pude evitar sentir un angustioso cosquilleo en la barriga. De manera que me retiré decepcionado, no de los ganados que acababa de ver sino de mi mismo.
Sin embargo, a la hora en que comenzó la corrida y soltaron el primer torito, sucedió lo impredecible. Mi hermano, acaso tan nostálgico como yo, pero completamente borracho, fue el primero en enfrentarlo. Naturalmente resultó cogido, claro que sin mayores consecuencias. Al verlo lanzado y pisoteado, no dudé un instante en ingresar a sacarlo. Incluso, al ver que demoraban en abrir la puerta grité: “¡Abran carajo! ¡No ven que mi hermano está borracho!”. Al verme aparecer, mi hermano obediente se retiró.
Sucedió entonces lo increíble, para mi mismo: me quité la chompa que nuestra Gordita (así llamábamos a nuestra mamá) había tejido para mí con paciente esmero y busqué al torito. Lo provoqué y lo burlé. Mucho más todavía al oír una voz de tierna golondrina (de quien luego, de seguro, el tiempo convirtió en abuela insomne) que me alentó diciendo: “¡Olé!” “¡Olé!”, en cada quite.
En la pausa, para el cambio de res, Lastenia y Nashe, dos amigas de mi madre, fueron las más efusivas en felicitarme. Pero Lastenia, sobre todo, en motivarme: “Césitar, no te preocupes, la ternerita que va salir, es su hermanita del torito. Si has toreado al torito te toreas fácil la ternerita”. La verdad que escucharla más que darme ánimo me hacía reír. En contraste, desde un extremo de la plaza, solo doña Benita y su hija Joaquina, las dos únicas cajatambinas que asistían –por mi culpa- con pavor a la corrida gritaban furiosas y orgullosas: “¡Ambarinos maricones porque no entran ustedes!”.
Al final de la corrida, sin saber a ciencia cierta cómo ni porqué, sencillamente di cuenta de todas las vacas y de todos los toros que de manera sucesiva fueron echados al ruedo. La gente aplaudía y hasta el Gordo Shella, el hombre más robusto del pueblo, entusiasmado me aupó sobre sus hombros para dar la vuelta al ruedo. Pero quien estalló de emoción fue Adán Quinteros, más que por ser dueño del ganado por ser de Cajatambo. En el centro del ruedo, mas ebrio de emoción que de tragos, me abrazó con los ojos brillando de euforia y saboreo cada una de sus palabras con implacable frenesí: “¡Carajo, hemos demostrado a estas mierdas lo que somos!”
Nunca jamás volví a torear como aquella tarde. Ni siquiera en Cajatambo.
 




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