Lima, la capital del Perú, fue escenario de la Proclama de la
Independencia cuando era una ciudad amurallada que sobrepasaba apenas los 100
mil habitantes. A casi dos siglos, Lima, la ciudad capital de las celebraciones
del Bicentenario, tendrá más de 10 millones de habitantes.
En un perímetro de más de 60 km el área urbana de Lima se extiende
entre lo que, en otros tiempos, fueron campos de cultivo, arenales y hasta
cerros. Tan solo uno de sus distritos, San Juan de Lurigancho, tiene más
población que muchas regiones-departamentos.
Por eso lo que queda todavía de aquella Lima, de entorno rural, solo
son nombres. Nombres bellos de barrios
nada bellos. Flor de Amancaes, el mejor de todos. Pues, antes que un reducto
residencial del Rimác, la bella flor que proliferaba hermosa y radiante en las
pampas de los Amancaes dió lugar a un festival anual que cada 24 de Junio
congregaba a los limeños en el siglo XIX, del mismo que en el siglo XXI lo hace Mistura.
Y también, igual que Mistura, el Festival de los Amancaes, era motivo
para comparecer no solo ante las flores de la pampa, sino también ante las otras, las
mejores: sus mujeres.
En 1829, el norteamericano Charles Samuel Stewart, de paso por Lima,
participó de la celebración de aquel año. Y de todo cuanto vio (y contó) veamos
(a través de sus palabras) lo que más impacta vislumbrar.
“Que era feriado era evidente por
la multitud y la vestimenta de cada uno; y la dirección del escenario de la
fiesta estaba claramente indicada por la prisa de todos -carruajes, jinetes y
caminantes- hacia el mismo punto.
La primera figura descollante que
encontramos inmediatamente de cruzar el puente, fue una dama montada en un
noble caballo negro, enjaezado como para conducir a un mariscal de campo. El
vestido y las maneras de la jinete, y la montura del corcel, eran enteramente
peruanos. Aparentaba unos veinte años, de figura alta y elegante, de una fina
cara poco común, llena de picardía y esplendor de belleza. Un sombrero de
hombre, de paja de Manila, con el arreglo rico y de muy buen gusto que se
acostumbraba para el caballo, el cuello y los hombros, y el poncho, eran los
principales accesorios de su atuendo. Este último era de tela color oliva muy
fino, ricamente bordado en plata en los bordes, con un adorno en verde claro y
tan largo como para caer sobre la montura, y casi hasta cubrir un pantalón de
la más fina muselina, medias de seda blanca, y zapatos blancos de raso.
Estaba en la esquina de la calle,
y parecía esperar la llegada de un caballero, quién poco después se le unió. El
bullicio de la gente que pasaba hizo que su animal se volviera rebelde, y
golpeaba constantemente el suelo y parándose en dos patas, en señal de
impaciencia para querer unirse con el gentío que pasaba. Esto dio oportunidad a
un fino despliegue de equitación; corrió velozmente en una dirección, y después
la misma distancia en otra dirección -rotando siempre sin cambiar el paso del
caballo- en una elegancia de formas, y una vida y gracia de movimientos que la
convirtió en la más perfecta jinete. No se podía esperar nada mejor para el
lápiz de un artista; y estábamos tan impresionados, que todas las miradas estaban
fijas en ella, mientras la exclamación ‘¡una
Diana Vernon!’ ‘¡una Diana Vernon!’, brotaba de los labios de cada
admirador de ese personaje del retrato de Sir Walter”.
“Era imposible que la vista no
descubriera algunos espectáculos burlescos. Tal era el caso de una negra que
atrajo nuestra atención tanto como la Diana
Vernon misma: una mujer joven, gorda y baja con una fisonomía tan
conspicuamente africana -especialmente la boca y la nariz- como pudiera haberse
encontrado y con una figura igualmente de esa procedencia, con una piel tan
negra como el carbón y brillante como si acabara de emerger de un baño de
aceite de coco en uno de sus bosques ancestrales. Su vestido de muselina blanca
estaba elaborado manteniendo las líneas de la moda: bajo de cuello y hombros,
con mangas cortas, de las cuales emergían los brazos en toda su plenitud de
negrura y redondez. Llevaba en su cabeza un sombrero de paja de Guayaquil, alto
y cónico, cuyo estrecho borde levantado a todo su alrededor contrastaba fuertemente
en su majestuosa y cónica forma con lo achatado de su cara y cabeza, en la
misma forma que la blancura de su vestido contrastaba con el ébano puro de su
piel.
El animal que montaba era el
arruinado esqueleto de un burro, con un trote cuando podía ser forzado a
llevarlo, tan duro como el escabroso potro salvaje de América, y, montando
según la costumbre del país, sin silla, estaba obligada a cogerse fuertemente a
la espaldilla de la bestia, con sus pies casi horizontalmente debajo de ella,
mientras que sus brazos, con el trote del animal, se movían de abajo para
arriba, de sus costados a su cabeza con la regularidad y rapidez de un par de
alas en movimiento.
Por un instante todas las miradas
se centraron en ella, y consciente de haber atraído la atención, trató de dar
vida y conseguir galope de su rocinante con golpes ocasionales a los costados
con el extremo anudado de la brida: pero el único efecto producido en su terco
empeño fue detenerlo en seco, y con dos o tres corcoveos ofreció el peligro
inminente de arrojar a su señoría por sobre su cabeza; se disparó hacia delante
en un paso diez veces más incomodo que el de antes, mientras que todos a su
alrededor estallaban en sonoras carcajadas”.
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