miércoles, 9 de enero de 2013

FLOR DE AMANCAES




 Lima, la capital del Perú, fue escenario de la Proclama de la Independencia cuando era una ciudad amurallada que sobrepasaba apenas los 100 mil habitantes. A casi dos siglos, Lima, la ciudad capital de las celebraciones del Bicentenario, tendrá más de 10 millones de habitantes.
En un perímetro de más de 60 km el área urbana de Lima se extiende entre lo que, en otros tiempos, fueron campos de cultivo, arenales y hasta cerros. Tan solo uno de sus distritos, San Juan de Lurigancho, tiene más población que muchas regiones-departamentos.
Por eso lo que queda todavía de aquella Lima, de entorno rural, solo son  nombres. Nombres bellos de barrios nada bellos. Flor de Amancaes, el mejor de todos. Pues, antes que un reducto residencial del Rimác, la bella flor que proliferaba hermosa y radiante en las pampas de los Amancaes dió lugar a un festival anual que cada 24 de Junio congregaba a los limeños en el siglo XIX,  del mismo que en el siglo XXI lo hace Mistura.
Y también, igual que Mistura, el Festival de los Amancaes, era motivo para comparecer no solo ante las flores de la pampa, sino también ante las otras, las mejores: sus mujeres.
En 1829, el norteamericano Charles Samuel Stewart, de paso por Lima, participó de la celebración de aquel año. Y de todo cuanto vio (y contó) veamos (a través de sus palabras) lo que más impacta vislumbrar.


“Que era feriado era evidente por la multitud y la vestimenta de cada uno; y la dirección del escenario de la fiesta estaba claramente indicada por la prisa de todos -carruajes, jinetes y caminantes- hacia el mismo punto.
La primera figura descollante que encontramos inmediatamente de cruzar el puente, fue una dama montada en un noble caballo negro, enjaezado como para conducir a un mariscal de campo. El vestido y las maneras de la jinete, y la montura del corcel, eran enteramente peruanos. Aparentaba unos veinte años, de figura alta y elegante, de una fina cara poco común, llena de picardía y esplendor de belleza. Un sombrero de hombre, de paja de Manila, con el arreglo rico y de muy buen gusto que se acostumbraba para el caballo, el cuello y los hombros, y el poncho, eran los principales accesorios de su atuendo. Este último era de tela color oliva muy fino, ricamente bordado en plata en los bordes, con un adorno en verde claro y tan largo como para caer sobre la montura, y casi hasta cubrir un pantalón de la más fina muselina, medias de seda blanca, y zapatos blancos de raso.
Estaba en la esquina de la calle, y parecía esperar la llegada de un caballero, quién poco después se le unió. El bullicio de la gente que pasaba hizo que su animal se volviera rebelde, y golpeaba constantemente el suelo y parándose en dos patas, en señal de impaciencia para querer unirse con el gentío que pasaba. Esto dio oportunidad a un fino despliegue de equitación; corrió velozmente en una dirección, y después la misma distancia en otra dirección -rotando siempre sin cambiar el paso del caballo- en una elegancia de formas, y una vida y gracia de movimientos que la convirtió en la más perfecta jinete. No se podía esperar nada mejor para el lápiz de un artista; y estábamos tan impresionados, que todas las miradas estaban fijas en ella, mientras la exclamación ‘¡una Diana Vernon!’ ‘¡una Diana Vernon!’, brotaba de los labios de cada admirador de ese personaje del retrato de Sir Walter”.


“Era imposible que la vista no descubriera algunos espectáculos burlescos. Tal era el caso de una negra que atrajo nuestra atención tanto como la Diana Vernon misma: una mujer joven, gorda y baja con una fisonomía tan conspicuamente africana -especialmente la boca y la nariz- como pudiera haberse encontrado y con una figura igualmente de esa procedencia, con una piel tan negra como el carbón y brillante como si acabara de emerger de un baño de aceite de coco en uno de sus bosques ancestrales. Su vestido de muselina blanca estaba elaborado manteniendo las líneas de la moda: bajo de cuello y hombros, con mangas cortas, de las cuales emergían los brazos en toda su plenitud de negrura y redondez. Llevaba en su cabeza un sombrero de paja de Guayaquil, alto y cónico, cuyo estrecho borde levantado a todo su alrededor contrastaba fuertemente en su majestuosa y cónica forma con lo achatado de su cara y cabeza, en la misma forma que la blancura de su vestido contrastaba con el ébano puro de su piel.
El animal que montaba era el arruinado esqueleto de un burro, con un trote cuando podía ser forzado a llevarlo, tan duro como el escabroso potro salvaje de América, y, montando según la costumbre del país, sin silla, estaba obligada a cogerse fuertemente a la espaldilla de la bestia, con sus pies casi horizontalmente debajo de ella, mientras que sus brazos, con el trote del animal, se movían de abajo para arriba, de sus costados a su cabeza con la regularidad y rapidez de un par de alas en movimiento.
Por un instante todas las miradas se centraron en ella, y consciente de haber atraído la atención, trató de dar vida y conseguir galope de su rocinante con golpes ocasionales a los costados con el extremo anudado de la brida: pero el único efecto producido en su terco empeño fue detenerlo en seco, y con dos o tres corcoveos ofreció el peligro inminente de arrojar a su señoría por sobre su cabeza; se disparó hacia delante en un paso diez veces más incomodo que el de antes, mientras que todos a su alrededor estallaban en sonoras carcajadas”.

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