Tal vez tengan razón quienes temen más a la vejez que a la muerte.
Ver las
últimas imágenes publicadas de Lolo Fernández
es quizá el
más terrible desafío a nuestro afecto por todo lo que hizo.
El gran
cañonero sentado en una silla de ruedas.
El
futbolista más recordado privado de memoria.
Era Lolo y
no era. Pero era.
Quienes
visitaron a Einstein en su retiro de Princeton
recuerdan
sobre todo a un anciano célebre
que hubiera
preferido ser un célebre violinista.
Más que el
crimen, implacable, hiere la gloria.
Así tras
cada fracaso o derrota
Lolo esto.
Lolo lo otro. Lolo, Lolo, Lolo.
Puesto y
expuesto como el ejemplo de un mañana
que tarda
siempre en llegar.
La sensible
y fugaz memoria de los periodistas
inspirados
por su partida
-pues nada
hay más deportivo que hablar de deporte-
poco o nada
aportan para despedir
al viejo
legendario que vistió siempre de crema;
aparte de
repetir lo ya sabido:
los
descomunales shots que aseguran privaban
a los
arqueros, Berlín 36 y su fulgor increíble,
los 20 años
en Universitario y sobre todo
el cheque en
blanco del Colo Colo.
A pesar de
todo lo dicho
-es difícil
hacer un homenaje sin decir algo demás-
Lolo también
es entre otras tantas cosas, el nombre
de un remoto
club fundado a mediados del siglo XX
por un grupo de entusiastas muchachos
nacidos en una comunidad campesina no menos remota.
nacidos en una comunidad campesina no menos remota.
San Juan de
Astobamba y Lolo, su hijo predilecto.
Hay tantas
formas de recordar a Lolo, y ésta, una más;
justo cuando
los muchachos del 50 aun recuerdan
las tardes
en que jubilosos detenían el tiempo
tras una
pelota que sigue rodando en la nostalgia.
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