Apenas
al llegar, se dirigió rauda hacia el baño mientras yo me arrebujaba en uno de
los sillones de la sala. Cuando regresó su mirada y sus labios delataban aun el
reposo contenido y feroz de su incomodidad. No era para menos: dieciocho años
repitiendo por obligación “¿Vas a hacer?”, dos hijos y ningún orgasmo la
habían conducido hasta allí.
Fue
entonces cuando del modo más franco y, en apariencia, imprevisto los tenebrosos
atajos de la memoria también tomaron asiento para hablar de la mujer que pese a
ser madre amorosa, hija abnegada y hermana rebelde tuvo que resignarse a guardar
vilezas y apariencias. A ser la respetada y a la vez compadecida vecina que se
resiste, sin doblegarse ni perder iniciativa, durante años a poner término a la
consagrada y desastrosa atadura de ser esposa ejemplar y a la vez aborrecida
rival de mujeres que más de una vez habían tenido el descaro de vomitarle a
gritos en la puerta de su propia casa su odio y su desprecio. Hasta que un día decidió
deshacerse de esa vida y abandonar
además los viajes de negocios de venta de productos bioenergéticos para emprender el de artesanías y quedar al fin sola - libre e
independiente- más unida que nunca a lo mejor de esos años malos: sus
hijos.
Sin
embargo, hubiera bastado el haberle pagado con la misma moneda para que la
torpeza adultera del miserable quedara vengada. Pero quiso el destino pesara
sobre ella algo más siniestro aun: la indolencia criminal de un adiós sin
adiós. La brutal sordera, la maldición, de una traición. La peor de todas: la
del olvido. Pues así, entre estruendos y apagones, olvidado para siempre,
desapareció, desterrado de sus afectos, el muchacho que -literalmente-
murió clamando por su ingrata presencia
atrapado en un laberinto de cuatro paredes poblado por inútiles recuerdos. (“No podía”, asegura; pero
resulta difícil creerle).
Por
el contrario, luego de sentirse hechizada y pronto relegada (para ser usada de
vez en cuando), sin desmedro de sus notorias y públicas virtudes, la risueña
muchachita de dientes enormes, la recordada Piolín del colegio Mercedes
Indacochea de Huacho, llegado el momento no tuvo reparos para encender el fuego
prohibido de una atracción fratricida por el hermano del ufano fulano por el
que en otro tiempo ella moría mientras el muchacho que en verdad moría por ella
se mataba lentamente.
Dieciocho
años, dos hijos y ni un solo orgasmo. Ensombrecida por los secretos estigmas de
quienes no ostentan la arrogante inteligencia ni la impasible orfandad de su bondad
ella ignora todavía, o le cuesta aceptar, que en este mundo de breves dichas y
largas penas, no hay peor maldad que la simple bondad ni sacrificio más grave que el de la piedad.
Peor aun: ella ignora que es una tumba que camina.
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