sábado, 3 de septiembre de 2016

EL LARGAVISTA


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La muerte que aparta y separa sin remedio ni reparo, no obstante su funesto devenir -sin tregua ni pesar- suele unir y reunir. Compelidos por el deber de honrar la partida de quienes quisimos o conocimos, acudimos a comparecer mas que ante el finado o la finada, simplemente ante la muerte a secas. Pues, aunque se puede decidir un nacimiento -y conmemorarlo cada año- resulta imposible controlar su final. Con todo, al margen del pesar, no poco de reciprocidad practica guarda el rito: hoy por ti, mañana por mi. Por eso mismo, acudir a los funerales, además de la gratitud de los reencuentros,  reporta el regocijo de compartir evocaciones que refuerzan el sentimiento de aprecio que hacen única y entrañable la experiencia de la amistad.
"¡Carajo Alberto! ¡No seas cojudo, yo que tú no cuento nada!", protesta furioso y a la vez benévolo Mesías.   Alberto se defiende: "No pues, yo solo estoy contando la verdad". Terrible verdad: descubrir en la memoria de un niño (que es el hombre que lo cuenta) que el respetado tío -durante años mentado comerciante en  Cajatambo- actuó como un vulgar ladrón. 
Ocurre que Alberto había recibido, de parte de unos visitantes europeos, como recompensa por haberlos acompañado en su recorrido por la cordillera Huayhuash, un par de binoculares. Fascinado con su regalo, de la mañana a la noche, se la pasaba -como repite- mire que te mire. Salvo para dormir, para nada se separaba del prodigioso artilugio colgado sobre su pecho. "Con mi largavista todo lo miraba cerquita, dice, hasta a mis vacas que estaban en los cerros".
Todo, hasta que un día camino hacia Puris, una voz inesperada y brutal tronó: "¡Oye chiquillo! ¡¿ De dónde has has sacado eso?! ¡Dame esa largavista, es mío!". Entonces, por mas que Alberto balbuceo su inaudible verdad, nada pudo hacer para evitar el arrebato (el asalto emocional) que le privó del juguete mas inolvidable de su infancia desprovista de juguetes.         

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