viernes, 2 de septiembre de 2016

ESCRITOR VIRTUAL, VIRTUAL ESCRITOR


Homenaje a José María Arguedas, en el frontis de su casa de verano en Puerto Supe, (2013)

                                                    
                                                           A Tula, cómplice inolvidable


Tendría unos diez años, cuando cierto día pregunté a mi madre sobre que era un escritor. Recuerdo -vaya afán a las que la maternidad somete- sus inolvidables palabras: "Es un hombre que sabe mucho". (Por lo demás, ella siempre hablaba de Ciro Alegría, a quien, según nos contaba, su padre citaba con frecuencia en sus últimos días). 
Pero fue a los doce, cuando leí "Otelo" y "Romeo y Julieta"  que entendí por mi propia cuenta la magnitud de la interrogante que hice a mi progenitora. Consternado y deslumbrado descubrí lo que era posible hacer, mejor dicho: decir,  con el uso de algo tan simple y elemental: las palabras con que hablamos y nos comunicamos.

Enseguida, sin mas preámbulos, en procura de perpetuar el hechizo, me sumergí en la orgía cotidiana de la lectura. Tanto me aislé que hubo un día en que Mi Gordita -así la llamaba-  ingresó a mi habitación para pedirme que volviera a la calle. Hasta incluso lloró. Al evocar ese momento, siento que sus lágrimas me hieren todavía.  Sin embargo, desde entonces, asumí que, hiciera cuanto hiciera, la vida desprovista de libros sería insuficiente para mí. Libros en cuyas páginas mas que un aprendizaje me aguardaba una experiencia única, insobornable y absoluta. Un tiempo, al mismo tiempo, fuera del tiempo.
Al salir del colegio, aunque por un tiempo me hizo ilusión aspirar ser piloto de aviación civil, decidí emprender el vuelo mas arriesgado y solitario de todos: seguir el camino de las letras. Intuía cuan complejo y tortuoso podría ser llegar a ser un ensayista y escritor; pues, para alcanzar tal propósito, ni siquiera la universidad podía ayudarte gran cosa. El tiempo me demostró, para mi pesar, que estimados amigos (aun con grados internacionales) a la hora de escribir no eran lo que nuestro afecto quisiera que fueran.
En noviembre de 1980, en el local histórico de la Biblioteca Nacional, en el centro de Lima recalé en un impensado homenaje a José María Arguedas. Antes, en el venerable hall, al ingresar, comparecí ante un retrato enorme del escritor.  Durante minutos, antes de escuchar a los sabios maestros convocados para la ocasión, me detuve a mirarlo con afecto y admiración. A partir de esos breves minutos, con total inconsciencia y determinación, supe lo que tendría que ser y hacer con mi vida. 
Desde entonces, mi existencia ha sido una lucha y un misterio. La lucha por conservar el fuego de una pasión y el misterio de su existencia. Ser y prevalecer, por y a pesar, de las circunstancias, pues, a la postre, nada es de mas lamentar que mujeres y hombres dotados de atributos desperdicien su talento por una incomprensible pereza que encubre su miedo. El miedo al fracaso. 
Con todo, luego de no pocos reveses, en perspectiva, en el tiempo transcurrido, mas que ser conocido o reconocido solo un propósito a guiado mis empeños y desvelos: encontrar en mi el escritor que hubiera querido descubrir en los libros que leí. Fascinado de ver (pues uno mismo es el primer lector de lo que escribe) textos salidos de mis manos, me pregunto si en verdad soy yo el autor o mas bien, por algún ignoto designio, apenas el encargado de poner algunas palabras para que el fuego arda y la vida también. Un solitario fraguador de signos alfabéticos que habita una casa solaz en Huacho, que lleva mi nombre y envejece conmigo.  
Un autor que evitó  los textos impresos en papel para preferir el que motiva su atención, y de mi parte, mi gratitud. 
            

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