sábado, 28 de septiembre de 2013

DON PABLO


 
Entre los relatos de la madre de mi madre, una historia que primero escuché y siempre recordé, es la de un tronante invierno en que una tarde lluviosa -a poco de mudarse para Ambar- vieron aparecer corriendo y  clamando ayuda a un hombre joven que impotente había visto caer a su compañero de ruta a las raudas aguas del río grande. Mi abuela contaba que el infortunado y el caballo murieron. El río lo mató y solo quedó su recuerdo trágico. El trágico recuerdo que acompañó para siempre la existencia del  amigo, y paisano, que lo contrató para arrear ganados: Pablo Urbano López.

Le decían "Cholo". "Cholo Urbano". Con el tiempo -hijo de una profesora de escuela y un ganadero- luego de salir del internado del colegio Guadalupe, se involucró en los quehaceres de su padre. Tanto que las mejores parcelas, la mayor cantidad de reses y la más extensa plantación de duraznos en el distrito de Ambar llegó a ser de su propiedad. De igual modo, no menos notorio y paradójico, fue su matrimonio con una desgarbada y parca profesora egresada de la PUCP -que le procuró la resignada paternidad de tres hijas y un hijo- y a la vez, al mismo tiempo, su absoluta incompetencia para los cotidianos quehaceres agrarios y ganaderos.

Con todo, la desgracia que marcó su vida y ensombreció sus logros y mandó a pique su desigual matrimonio fue la muerte prematura de su único hijo. Sin embargo, de haberme casado con María, -la mayor de sus hijas-, no es exagerado suponer que me hubiese correspondido sino suplir cuando menos  mitigar aquella ausencia. Entusiasmo y voluntad no me faltaron. Muchas veces lo pensé, pero sucedió que después de 24 años de compartir las más fervientes noches y días con la mujer más bella y huraña que conocí, a diferencia de Pablo, desistí y me fuí. Así, aunque la quería la perdí.
Con todo, aunque no fui su yerno fui su amigo. Donde fuera que coincidiéramos, antes en Ambar y después en Huacho, nos buscabamos para charlar y reír. De todas nuestras conversaciones, por la desgarradora lucidez de su confesión, recuerdo las palabras  que un día de febrero de 2013, aunque no lo parecía, serian para mí  las últimas que le oí decir: "Es jodido envejecer. Aceptar que no puedes hacer lo que estabas acostumbrado, deprime; pero si te encierras es peor. Por eso yo salgo y cuando paseo y converso, disimulo y me alegro".
Cuando bordeaba la medía centuria, en el afecto de Albina López -antigua alumna de su esposa- Pablo encontró la presencia cómplice y laboriosa que adhirió a su existencia. Albina se involucró tanto con Pablo que hasta sus propias hijas, Mabel y Mónica, lo fueron también para él. Gracias a él mismo. Pues, precisamente, rodeado de la presencia y del cuidado de ellas, víctima del cáncer que lo aquejó, Pablo murió el 27.8.2013. Partió acaso asombrado y deslumbrado de ver que el amor nunca muere y que solo cambia de lugar. Ese el lugar que es en donde todo hombre o mujer aspira morar hasta terminar.

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