viernes, 5 de agosto de 2016

PALABRA DE HONOR, HONOR A LA PALABRA

                                           
Cordillera Huayhuash.Cajatambo.
                                                           
                                                          A Fernán Quinteros, con gratitud y aprecio

Entre 1996 y el último día del año 1999 existió en el Perú  un periódico que murió con su dueño. Andrés Marsano Porras,  abogado y empresario minero, patrocinó la vigencia de El Sol con pasión y emoción sin límites."El diario El Sol -escribió al agradecer un reconocimiento- es también fruto de mi fe en el Perú". Tan así lo fue que El Sol era el único diario de su época que sin recuperar sus costos de edición, ni mucho menos recibir subvención estatal, contra toda lógica, mantuvo su permanencia, independencia y calidad.
Propietario de una mina aurífera localizada en la provincia de Patáz  (Trujillo), lo que Marsa -su empresa- producía servía a su visionario fundador para darse el gusto de ver El Sol todos los días por las calles del Perú. Sin embargo, a pesar de las previsiones que regían su actividad diaria, contra todo pronóstico, la madrugada del 29.11.1999, invitado a formar parte de la comitiva de gobierno en visita oficial a Chile, camino al aeropuerto el raudo Mercedes Benz que lo conducía colisionó con un camión que bloqueó su paso. Así terminó  la existencia de un hombre de empresa para quien todo lo que brilla no fue oro. 
Las cartas inéditas de Julio Ramón Ribeyro,  los articulos del general Edgardo Mercado Jarrin y del arquitecto Fernando Belaunde Terry, entre otros, engalanaron su página editorial y de opinión. En cuanto a las firmas internacionales, me limitaré a mencionar una sola: Hillary Clinton. Y, por último, aunque a mi mismo me cuesta creerlo: mis propios artículos.
Dos ingenieros cajatambinos trabajaron para Marsa: Enrique Gonzáles Calero y Jorge Ballardo Reyes. Ambos familiares mios. Casado con la hermana de mi padre y consultor de Marsa en Lima, cierta vez el tío Enrique  (primer graduado en ingeniería de Cajatambo) hizo este inesperado comentario: "El otro día estuvimos con otros ingenieros leyendo el diario El Sol y allí había uno de tus artículos; entonces, con orgullo, les dije que eras mi sobrino". En otra ocasión, estando en Astobamaba, mientras lampa  en mano limpiaba la calle se apareció el padre de mi primo Jorge (quien falleció en un accidente en el área minera en Pataz) tan pronto nos saludamos lo escuché decir: "Cesar, quiero felicitarte por tus publicaciones en el diario El Sol. Justo el otro día estuvimos en la casa en Lima leyendo tus artículos". Lo mas grato de aquella circunstancia fue que se encontrara mi madre junto a mí en la puerta de la casa en donde nací.
Desaparecido El Sol, aunque sin el mismo entusiasmo ni constancia, seguí publicando mis escritos en otros diarios de circulación nacional. No obstante, pese a tratarse de una actividad habitual, siempre me pregunté con no poco desconcierto por qué si es de lo más normal comprar y leer un periódico no lo es, por el contrario, ser un lector que anhela ser leído a través de sus páginas. De igual modo, me preguntaba que podía motivar a un ex-premier, un ex-presidente y una primera dama (hoy, en 2016, segura primera mandataria de los EEUU) juzgar necesario igual que yo, desprovisto de cargos y oropeles, tener lectores.
Con tales antecedentes y con la irrupción del Internet y los blogs, convencido de vivir para escribir aun cuando de escribir no vivo, decidí -por mi cuenta- hacer para las pantallas lo que en otros tiempos había hecho para el papel. Con la salvedad (tal como vislumbraron Octavio Paz y  Humberto Eco) de que esta vez, además de palabras, podía utilizar imagines y audios para comunicarme. 
Alguna vez el filósofo español Julian Marias se interrogaba sobre lo que sucede cuando un escrito se hace impreso público. Por lo pronto, se respondía, pasa eso: que está dicho. De igual modo, el diplomático norteamericano Henry Kissinger afirmó que publicar era a su entender una manera de intervenir en los hechos de su comentario. En mi caso se trata de algo no menos imperioso ni riguroso: escribo para alimentar la memoria de mi pueblo. Del pueblo en que nací. En definitiva, procurar redactar lo que me hubiera agradado encontrar impreso sobre Cajatambo.
Volviendo al comienzo, para finalizar, vuelve a mi memoria un episodio que parecía haber olvidado. Ocurre que cierto día en Lima, mientras me trasladaba por la avenida Javier Prado en un bus de transporte público, una chica tenía desplegado El Sol. Sentada delante mío leía la página para la que escribía. Pero vi algo mas, algo que me causó al mismo tiempo encanto y espanto: vi mi nombre y mi artículo. En silencio me estaba leyendo mientras a su espalda estaba yo muriendo. A punto estuve de decirle que era autor del texto que convocaba su atención. No lo hice. Me tragué mi asombro.
A la distancia -con más de medio millar de textos en mi haber virtual- creo entrever que la visión de aquella muchacha leyendo el primer y único artículo que, en esos cuatro años, publiqué sobre Cajatambo fue una premonición y a la vez una afirmación. La certera evidencia de que un pueblo requiere no solo que le canten sino también de que le cuenten su historia. 
                            
 Anexo:
              

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